<<Fiel a sus principios y creencias, no es justo negar al director Rafael Gil su anchura de miras y la comprensión de toda forma de enjuiciar la visión de la vida, de la existencia en todos los aspectos que abarca>>, (1) pues se trataba de un hombre de buen trato, abierto al diálogo, que no pretendía imponer sus carácter conservador, ni su fe religiosa, que sentía pasión por el cine y la literatura, y que logró fusionar ambas a lo largo de su carrera profesional, la cual cobra su mayor esplendor en la década de 1940, en una serie de espléndidas comedias o en dramas tan logrados como El clavo (1944) o La calle sin sol (1948). Durante este periodo se convierte en uno de los directores cinematográficos de mayor éxito y prestigio del cine español. Nacido en 1913, en el seno de una familia burguesa, Gil se forma en un ambiente cultural que fomenta sus inquietudes artísticas. Tiene acceso al arte, a la literatura, a los clásicos en la biblioteca de su padre, que <<era abogado, licenciado en Filosofía y Letras y catedrático de Latín, y en el Teatro Real tenía un cargo administrativo>>, (2) lo que supone para el joven Rafael la cercanía de un ámbito cultural y artístico. Recordaba que de muy pequeño se aficionó a la lectura, que los libros constituyeron el legado de su padre, que falleció cuando él contaba con ocho años. Su precoz contacto con la literatura le hace culturalmente inquieto, curioso y ávido de conocimiento, como corrobora que, desde muy joven, frecuente los ambientes culturales de Madrid. No tarda en sentir interés por el cine, sobre el que escribe en periódicos como La Voz o ABC y en las revistas Film Popular o Nuestro Cinema. De esa época viene su predilección por cineastas como King Vidor, Frank Capra y Ernst Lubitsch, predilección que se deja notar en sus primeros largometrajes. <<La primera vez que me di cuenta de que el cine valía la pena, fue precisamente cuando vi El mundo marcha, de King Vidor. Recuerdo que una de las mayores emociones de mi vida, fue conocer a King Vidor en San Sebastián y estrecharle la mano>>. (3)
Hacia mitad de la década de 1935, siente curiosidad por el cine experimental e incluso teoriza sobre el medio ya audiovisual. Pero la guerra estalla cuando se está desarrollando su aprendizaje, su paso de la teoría a la práctica, en Cinco minutos de españolada. Después de su primer cortometraje y, antes de que el golpe militar precipite la guerra, Gil colabora con Benito Perojo en Nuestra Natacha (1936). Pero el conflicto estalla y a él le coge en Madrid, por entonces un lugar un tanto inseguro para los burgueses conservadores. E ideológica y socialmente, Gil lo era. Sin embargo, se encuentra a gusto en la capital española, su ciudad natal, y, aunque habría preferido no participar en la lucha armada —<<yo ganas de pelear no tenía ninguna>>—, no tardó en ser movilizado por el ejército republicano. Debido a sus conocimientos cinematográficos, lo destinan a la unidad de propaganda de la 46 División, “El Campesino”, en la que también se encuentra Antonio del Amo, quien le salva la vida cuando el origen de clase de Gil le hace sospechoso a ojos de milicianos. De este periodo son sus cinco documéntales de propaganda y también su contacto con Eusebio Fernández Ardavin en la película En busca de una canción (1937). El futuro realizador de La gran mentira (1956) no duda en señalar Fernández Ardavin como su maestro, quien le enseña a hacer cine. Concluida la contienda civil, continúa filmando cortometrajes hasta que, en 1941, debuta en la dirección de largometrajes con su primera adaptación de Wenceslao Fernández Flórez. A la espléndida El hombre que se quiso matar (1941), en 1970 filmaría su segunda versión del relato, le siguen otras no menos logradas, también protagonizadas por el actor compostelano Antonio Casal. Viaje sin destino (1942), Huella de luz (1942) y El fantasma y doña Juanita (1944) son tres ejemplos del buen hacer de Gil, a quien a menudo se le etiquetaba de literario, es decir, alguien que adaptaba literatura, que pretendía plasmarla en imágenes, sin ser cinematográficamente original. <<En ocasiones me han echado en cara, esa influencia literaria, diciendo que soy poco creador. Pues a lo mejor es verdad, pero no lo puedo evitar, tengo un peso literario, producto de mi formación, y no puedo prescindir de él>>. (4) Sus películas, al menos las mejores de las suyas, desmiente que no fuese un creador cinematográfico. Lo fue, aparte de ser un apasionado literario, cuyos conocimientos en literatura superaban y superan la media; por lo que tampoco resulta extraño su gusto, predilección, por adaptar al cine obras que conoce y admiraba, por ejemplo de Cervantes, Palacio Valdés, Wenceslao Fernández Flórez, Pérez Galdós, Unamuno, o de Enrique Jardiel Poncela, de quien en 1944 adapta la pieza cómica Eloísa está debajo de un almendro…
(2) (3) (4) Rafael Gil, en Antonio Castro: El cine español en el banquillo. Fernando Torres Editor, Valencia, 1974.
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