jueves, 31 de agosto de 2023

Larisa (1980)

Pocas películas, ahora no recuerdo ninguna más, son elegía cinematográfica, declaración de amor y homenaje a la mujer amada y admirada. Pues en Larisa (1980), la película que Elem Klimov nunca habría querido hacer, hay amor y admiración, hay necesidad de expresar sus sentimientos en imágenes que rinden tributo a Larisa Shepitko, su mujer, muerta en accidente de automóvil el 2 de julio de 1979, a los 41 años de edad. La cineasta estaba trabajando en el rodaje de “Adiós a Matiora”, que finalmente sería concluida por el propio Klimov en 1983, cuando sufrió el accidente mortal. Larisa falleció junto <<el camarógrafo Volodia Chujnov, el decorador Yun Fomenko y otros tres miembros del grupo de filmación. Ellos habían comenzado a rodar la película basada en el relato de Valentín Rasputin Despedirse de Matiora. Esta filmación era el sueño dorado de Larisa. Parecía como si toda su vida se hubiera preparado para ello. Esta película debería ser la culminación de su carrera cinematográfica.>>, explica Klimov, después de abrir el film con una sucesión de fotografías de Larisa, desde bebé hasta su funeral, y la música evocadora, nostálgica, del compositor Alfred Schnittke que se transforma en una especie de réquiem cuando las imágenes alcanzan el entierro. Tras sus palabras, da paso a las de la actriz Stefaniya Stanyuta, que iba a protagonizar Adiós a Matiora, a las del autor del relato y a la voz de Shepitko, protagonista absoluta de los veinte minutos que dura este emotivo cortometraje documental.

Fue la gran cineasta soviética de la “generación del deshielo”, una generación “maldita” entre la libertad del individuo y su ausencia —como pudieron comprobar también Tarkovski, Parajadnov o el propio Klimov—, autora, entre otras, de las magistrales Alas (Krylya, 1965) y La ascensión (Voskhozhdenie, 1977), una directora y artista convencida de poder contar al mundo desde una posición a la que el hombre, debido a su naturaleza masculina, no tenía acceso directo: el pensamiento de la mitad de la humanidad, el de la mujer. Pero el suyo no es un cine feminista, sino humanista, individualista, impregnado de una moral de la verdad —verdad que cinematográficamente descubre en Dovjenko, su primer maestro, el que más le influyó en sus comienzos—, en busca de expresar pensamientos, sentimientos y emociones contenidas, que nunca fluyen en pantalla forzadas, que se comunican mediante la imagen, por ejemplo el intercambio de miradas que observan en la escena de La ascensión en la que los ojos de un niño y los del protagonista intercambian planos durante lo que vendría a ser un tiempo que escapa al tiempo físico, quizá apunte a la eternidad (que sería la ausencia de cualquier tiempo). Klimov recorre la carrera profesional de Larisa y apunta instantes (mediante fotografías de Shepitko, secuencias de sus películas, sus palabras) que hablan de cómo ella fue rompiendo barreras, pero no se olvida de la persona íntima, nunca lo haría. El responsable de Masacre (ven y mira) (Idi i smotri, 1985) cierra su película, la de Larisa, quizá también su duelo, con el último encuadre filmado por la cineasta: un árbol envuelto en la niebla —<<el árbol de la existencia eterna, símbolo de la invencibilidad y dignidad, símbolo de la fe en la continuación infinita de la vida>>, dice la voz de Klimov— y con una fotografía de la sonriente mujer amada.



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