lunes, 29 de octubre de 2012

Ocho y medio (1963)


Sería sencillo decir que Guido (Marcello Mastroianni) es una imagen del propio Federico Fellini, pero este personaje es algo más. Es un cúmulo de conflictos emocionales que se confunden entre la realidad y la fantasía que Fellini emplea para dar forma a una película que podría definirse como la desbordante exposición onírica que engloba parte de sus inquietudes personales, las cuales toman forma en los recuerdos y en el presente percibido por Guido. Por ello, cine, realidad y fantasía se entremezclan con gran libertad en las imágenes que expresan el miedo, las inquietudes o los deseos de ese álter ego cinematográfico de Fellini, un realizador que se siente incapaz de expresar con palabras sus preocupaciones, las mismas que se descubren a través de los recuerdos y de los personajes que forman (y formaron) parte de su recorrido vital: padres, esposa (Anouk Aimée), Claudia (Claudia Cardinale), la imagen de la perfección femenina, o el resto de mujeres que han significado algo en su vida, a las que encierra en un harén imaginario donde él se convierte en el centro exclusivo de sus atenciones. Toda esta sucesión de imágenes se desarrolla cuando Guido, a punto de rodar su siguiente película, sufre una crisis existencial y creativa que semeja alejarlo de la realidad que le rodea, como si no deseara enfrentarse a la posibilidad de no poder llevar a cabo su nuevo proyecto, porque teme no tener nada que expresar en las imágenes que dan forma a sus obras —temor que, como cualquier artista, el propio Fellini sentiría en más de una ocasión—. Esta ausencia de inspiración provoca que Guido interiorice su pensamiento hacia aspectos que han formado parte de su existencia, pero que no ha sido capaz de comprender y aceptar.


La falta de inspiración del personaje se contrapone con la sublime capacidad de Federico Fellini para fundir lo real con lo irreal, una fusión que desborda en Ocho y medio (Otto e mezzo, 1963) y que la convierte en una novedosa y personal manera de enfocar la narración cinematográfica desde la fantasía y la subjetividad que también se observa en posteriores películas de uno de los responsables del neorrealismo. Aunque Fellini colaboró en los guiones de Roma, ciudad abierta o Paisà y dirigió títulos como Los inútilesLa strada o Almas sin conciencia, en las cuales todavía se observan ciertos restos neorrealistas que chocan con su desbordante fantasía, siempre fue un cineasta que no pretendía capturar la realidad, sino fabularla o fantasearla para encontrarle un sentido quizá más real que el que podría obtener de la simple captura de imágenes o de la reproducción realista de un hecho o situación. Esa intención de dar forma a su fantasía de la realidad o su realidad caricaturizada la que marcó el devenir su obra a partir de La dolce vita, una película quizá menos arriesgada que
 Ocho y medio, ya que en esta última se descubre la total libertad creativa de un realizador que no duda a la hora de expresar sus emociones mediante las imágenes oníricas que muestran las inquietudes del personaje interpretado por Mastroianni, a quien se descubre amenazado por la desorientación y la frustración que provocan su viaje hacia su interioridad, donde busca el equilibrio entre su yo autor y su yo más humano, un equilibrio que solo puede alcanzar cuando asuma su universo personal y la presencia de los fantasmas que en él habitan, aquellos que han sido generados como consecuencia de su distanciamiento emocional.

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