Sería sencillo decir que Guido (Marcello Mastroianni) es una imagen del propio Federico Fellini, pero este personaje es algo más. Es un cúmulo de conflictos emocionales que se confunden entre la realidad y la fantasía que Fellini emplea para dar forma a una película que podría definirse como la desbordante exposición onírica que engloba parte de sus inquietudes personales, las cuales toman forma en los recuerdos y en el presente percibido por Guido. Por ello, cine, realidad y fantasía se entremezclan con gran libertad en las imágenes que expresan el miedo, las inquietudes o los deseos de ese álter ego cinematográfico de Fellini, un realizador que se siente incapaz de expresar con palabras sus preocupaciones, las mismas que se descubren a través de los recuerdos y de los personajes que forman (y formaron) parte de su recorrido vital: padres, esposa (Anouk Aimée), Claudia (Claudia Cardinale), la imagen de la perfección femenina, o el resto de mujeres que han significado algo en su vida, a las que encierra en un harén imaginario donde él se convierte en el centro exclusivo de sus atenciones. Toda esta sucesión de imágenes se desarrolla cuando Guido, a punto de rodar su siguiente película, sufre una crisis existencial y creativa que semeja alejarlo de la realidad que le rodea, como si no deseara enfrentarse a la posibilidad de no poder llevar a cabo su nuevo proyecto, porque teme no tener nada que expresar en las imágenes que dan forma a sus obras —temor que, como cualquier artista, el propio Fellini sentiría en más de una ocasión—. Esta ausencia de inspiración provoca que Guido interiorice su pensamiento hacia aspectos que han formado parte de su existencia, pero que no ha sido capaz de comprender y aceptar.
lunes, 29 de octubre de 2012
Ocho y medio (1963)
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