miércoles, 7 de abril de 2021

El violinista en el tejado (1971)



Salvando las distancias, el fin de época que Norman Jewison detalla en El violinista en el tejado (Fiddler on the Roof, 1971) me trae a la memoria a John Ford y ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1940). Se trata de la descomposición familiar, y también la de una comunidad y la de su tradición. En ambos casos, resulta imparable. Cierto que Jewison, a través de su personaje principal, no las observa desde la nostalgia de un niño que evoca las figuras ausentes y los espacios de su niñez, ya solo existentes en su mente, sino que la asume como una consecuencia del proceso histórico que señala la ruptura con la tradición, hasta entonces dominante en ese apacible pueblo ruso habitado por una comunidad judía y otra ortodoxa. Ambas mantienen la distancias, viven encerradas en sus culturas y sus relaciones, sin matrimonios mixtos, se reduce a los negocios o a transitar zonas comunes hasta que la violenta marea histórica llegue y arrase con la tradición. Son casi tres horas de metraje, para uno de los musicales más famosos de la historia del cine, una película que cuida al máximo sus formas, su decorado, su fotografía, pero, como cualquier película musical corre el riesgo de que sus números musicales rompan el ritmo narrativo y provoquen desconexión entre su parte narrada y la musicalizada. Este, por ejemplo, no es el caso de Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), cuyos números musicales no es que formen parte de la historia, sino que le dan color, alegría, vivacidad; en definitiva, la mejoran y la convierten en una obra capital del género y del cine. Sin embargo, en El violinista en el tejado no se logra esa sensación de simbiosis, de agilidad o regularidad en su ritmo, salvo al inicio, cuando Tevye (Topol) nos presenta el espacio y la tradición, previo a los títulos de crédito, o, minutos después, se recrea pensando en ser rico y canta If I Were a Richman. El film de Norman Jewison funciona mejor en su mezcla de comedia y drama, en su irónica crítica a la tradición, en su rostro hermético e inamovible  —<<Sin tradición nuestra vida sería tan segura como... un violinista en el tejado>>, dice Tevye consciente de nuestra atención—, y a la intolerancia, tema este recurrente en la filmografía del cineasta —como apunta su sátira sobre la fiebre anticomunista en ¡Qué vienen los rusos! (The Russian Are Coming, 1965) o su contundente viaje al racismo en el sur de EEUU de En el calor de la noche (In the Heat of the Night, 1967). En El violinista en el tejado Jewison señala la irracionalidad del antisemitismo, pero también crítica el encierro en el que viven la comunidad judía y la rusa, así como se apuntan otros aspectos de una época convulsa en la que la tradición y el régimen zarista se ven amenazados por ideas revolucionarias que llegan a la pacífica aldea cuando aparece el joven universitario ucraniano que se convierte en el maestro de las hijas de Tevye y Golde (Norma Crane).


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