Consumismo, estrés, desorientación, rutina, más consumismo, insomnio, conformismo, inestabilidad emocional, de nuevo consumismo,..., forman parte de la existencia del narrador (Edward Norton) antes de llegar a ese punto de su vida en el que Tyler Durden (Brad Pitt) lo encañona con un arma al inicio y al final de un film arriesgado y desenfrenado, por momentos perturbador, en el que se satiriza la sociedad consumista personalizada en ese narrador sin nombre que ha perdido su identidad dentro de un sistema que tiende a homogeneizar a sus componentes, que se dejan arrastrar por modas y pautas que condicionan comportamientos y, en su caso, generan desorientación e insatisfacción vital. Este hombre anónimo habla de su insomnio, provocado por la ausencia de una válvula de escape que le permita exteriorizar emociones, fracasos o sentimientos, pero también sugiere su negación de sí mismo, por lo que solo encuentra liberación en el dolor ajeno y en la sensación de desahogo ilusorio que se rompe cuando descubre la presencia de una mujer que realiza su misma terapia. Marla Singer (Helena Bonham Carter), con evidentes síntomas de ser una suicida en potencia, está en todas y cada una de las reuniones a las que él acude; de nuevo la ansiedad, el estrés y el insomnio. El narrador no para de ir de aquí para allá, viviendo una vida que no vive, moviéndose al ritmo que marcan otros, ya sea desde una revista de muebles que le indica qué comprar o desde un trabajo que le obliga a mentir, a riesgo de la seguridad de sus clientes. Quiere despertar, necesita despertar, y para ello necesita un impulso, alguien que le ayude a buscar el camino que por sí mismo parece no encontrar, y es entonces cuando surge la figura de Tyler Durden, contrario a él, un tipo peculiar que no sigue las normas, sino que crea las suyas propias o, mejor dicho, destruye las que rigen el mundo del narrador. La percepción que Tyler tiene de su entorno cobra sentido en la mente del narrador, y de manera casi inexplicable se deja arrastra por él y se convierten en compañeros inseparables, ocupando una casa que se viene abajo, donde se empieza a gestar la liberación del narrador y una nueva pesadilla en la que cae prisionero. Y mientras tanto se desahoga peleándose consigo mismo y con los miembros de un club del que no se habla, pero que siempre está presente. La paranoia visual que desprenden las imágenes filmadas por David Fincher agudiza la sensación de delirio en el que se encuentra atrapado un individuo que no confía en sí mismo, pero sí en un desconocido que marca sus pautas de conducta y que parece guiarle hacia esa liberación mental que anhela, aunque no deja de ser una prisión similar a la anterior, porque continúa sin asumir quien es dentro de una sociedad que lo desorienta. En su vida anterior a la aparición de Durden, el narrador era un hombre alienado por su trabajo, por la televisión o por los objetos que influían en su comportamiento rutinario; con la presencia de Tyler se convierte en un ser sometido por las decisiones de este. Así pues, lo que inicialmente no pasaría de un juego masoquista, que permite al narrador una falsa vía de escape, no tarda en convertirse en un desesperado enfrentamiento entre su deseo por ser él y su deseo por ser Tyler, a quien admira por ser su imagen opuesta, sin complejos y capacitado para rechazar los convencionalismos y el conformismo con los que él también pretende romper. Uno de los aciertos de la puesta en escena de Fincher reside en su capacidad para desorientar e inquietar mediante imágenes paranoicas que reflejan la alienación provocada por la necesidad de acatar lo estipulado, ya sea cayendo en el consumismo o en la apatía a las que alude el protagonista o en la supuesta y falsa liberación pregonada por su antagonista, pues esta no sería más que otra forma de control, cuestión que se descubre en la sumisión de quienes entran en contacto con él (visten de negro, ninguno decide por sí mismo, acatan órdenes sin plantearse el por qué o para qué y se muestran contentos por ello).
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