Sin amor, sin trabajo, la vida pierde el sentido para Federico Solá (Antonio Casal), decidido a poner fin a una existencia dominada por el fracaso que achaca a los favoritismos y al egoísmo dominantes que le han impedido alcanzar sus objetivos. Federico reniega de la vida, intenta suicidarse de varias maneras, aunque el resultado siempre es el mismo; incluso en su intención de abandonar el mundo de los vivos fracasa, sin embargo, su decisión es inquebrantable y anuncia durante una conferencia su propósito de acabar con todo en un plazo de cuatro días. Desde que hace públicas sus intenciones suicidas, su comportamiento cambia de forma radical; abandona su eterno semblante de derrota y aparca la compasión que siente hacia sí mismo, hecho que le permite un nuevo enfoque vital en el que pierde su miedo a vivir y le convence para dejar a un lado los condicionantes sociales que le han convertido en un tipo gris. Con su ruptura con el orden establecido el joven se convierte en alguien atípico, que brilla con luz propia dentro de la tradicional sociedad de la ciudad de provincias donde vive, ahora se muestra capaz de conseguir todo cuanto se le había negado hasta entonces: el reconocimiento, un puesto de trabajo o el amor. Las palabras del condenado a muerte se afilan como puñales, asestando verdades como puños a todos aquellos que le salen al encuentro, pero también le sirven para conquistar a Irene (Rosita Yarzi), una joven de buena familia que inicialmente parece aceptarle por compasión y porque la excéntrica actitud del suicida le llama la atención. Durante las cuatro jornadas que se ha dado como plazo, el hombre que se quiere matar rompe las reglas establecidas, convirtiéndose en alguien capaz de superar cualquier traba, gracias a una actitud que desvela que nada le importa, salvo disfrutar de sus últimas horas dentro de ese entorno que le ha condenado. En un principio parece ir en serio con su propósito de acabar por la vía rápida, pero, a medida que su nuevo y breve yo consigue cuanto se propone, empieza a disfrutar por primera vez; no tiene que callar ante aquello que no le gusta, ni aceptar las negativas por respuestas satisfactorias, así pues este suicida fracasado se convierte en un suicida triunfador que destaca por encima de los demás, supeditados a los intereses y a los convencionalismos que le han empujado a tomar la drástica determinación, que en su caso no implica un final sino un nuevo horizonte. Rafael Gil llevó a la pantalla El hombre que se quiso matar desde una perspectiva amable y cómica del comportamiento del joven fracasado, pero en la que se puede descubrir una ligera crítica a cuanto rodea a las andanzas del personaje principal (los favoritismos en los puestos laborales o la publicidad que pretende el fabricante de vermú "La pardala" son dos buenos ejemplos). Veintiocho años después, Tony Leblanc heredaría el papel de Antonio Casal, en una nueva adaptación del título de Wenceslao Fernández Flórez realizada por el propio Gil, más ácida y cínica gracias a una censura menos férrea que la que se podría encontrar en los albores de gobierno franquista. Sin entrar en cual de las dos versiones es mejor o peor, cualquiera de ellas ofrece un rato agradable y a la vez curioso, durante el cual se descubre que, aparte de convencionalismos sociales, muchos aspectos de la vida se convierten en éxito o en fracaso dependiendo de la actitud de quien a ellos se enfrente, y en el caso de Federico, su comportamiento inicial, de constante autocompasión, le impide alcanzar las cotas que logra cuando se deshace de su miedo a la vida y logra realmente existir.
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