En el cine de David Lynch ni los personajes ni la narración, ni el tiempo, son convencionales; tampoco se adapta a un género concreto. Son múltiples ingredientes y rostros que forman parte de un todo que remite al cineasta, al viaje que propone, pues en Lynch siempre hay un viaje, sea al lado oculto, reverso tenebroso del espacio idílico visible, o hacia la interioridad humana que desvela más allá de la apariencia. En todo caso, se trata de viajes que implican llegar a un punto existencial diferente del que se ha partido. A lo largo del camino hacia alguna parte, la fantasía y los sueños priman, así como los secretos, la violencia y los recuerdos que van fluyendo en un espacio de atmósfera enrarecida y misteriosa, pero no exento de luminosidad y ternura, en el caso de Corazón salvaje (Wild Heart, 1990), estas se aprecian en el amor puro de Sailor (Nicholas Cage) y Lula (Laura Dern) y en la inocencia de la protagonista, a pesar del sufrimiento que le intuimos a lo largo del recorrido que la pareja inicia y avanza con todo, salvo el sentimiento que les une, en contra. Y ahí, en ir contracorriente en busca de la victoria, a priori imposible, del amor, Corazón salvaje se metamorfosea de thriller en cuento de hadas, guiño a Oz, bajo la amenaza de una bruja malvada y la protección de una bondadosa, que no asoma hasta el final del camino que parece conducir a la pareja a consumar su imposibilidad, sobre todo con la irrupción de Bobby Peru (Willem Dafoe) en las vidas de los amantes fugitivos…
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