En el cine español de posguerra existían varias tendencias cinematográficas, una de ellas fue la comedia romántica. En muchos aspectos, bebía de la italiana de “teléfono blanco”, pero el caso de Alma de Dios (1941) se presenta distinto, quizá porque Ignacio F. Iquino adaptaba a Carlos Arniches —autor de la obra teatral en que se basa la película y coguionista del film—, e introducía un tipo de humor que, también practicado por Rafael Gil en algunas de su películas de la época, apunta y aspira a humorismo y absurdo; escenas como la memorable en la que Jose Isbert ejerce de ama de casa a la fuerza lo corroboran. Aunque, quizá, el ingrediente que la diferencia de otras producciones de la época sea la veloz narrativa de Iquino, que desarrolla y despacha Alma de Dios en sesenta minutos en los que, con desparpajo y humor “popular”, abre frentes con la misma facilidad que los cierra. Sin complicarse, introduce el romance de Eloísa y Agustín en la carretera donde ella hace autostop y él conduce una camioneta que pincha una de sus ruedas, después de haber pasado de largo. El azar y la rueda del vehículo, como si supiera que ahí estaba el amor, hacen que los caminos de la pareja se unan y ya no se separen. Bien, quizá lo supiese, pero el caso es que la muchacha caminaba hacia Madrid para liberarse del trato abusivo, prácticamente esclavo, por parte de los señores de la casa donde trabajaba. Pero no le irá mucho mejor en la ciudad, donde sus esperanzas —espera que en casa de su tía y su prima pueda encontrar cariño y protección— dan paso a la decepción y a los malos modos de sus familiares, para quienes no es más que una sierva que ha de realizar el trabajo de la casa, sin más paga que comida y cama. En sus labores, se parece al personaje de Isbert, que atiende el hogar y los cuidados de su hijo de tres años, Pepe tampoco crean que esforzándose demasiado. Allí, quien trabaja y lleva el dinero es su mujer, una de armas tomar y de un corazón del tamaño de un elefante. Feminista de pro, tal vez, en un pasado reciente, sindicalista, demuestra su independencia y su valía en su día a día, de palabra, obra y ejemplo, que no faltan; véase cuando está a esto de atizar a Ezequiel, el primo de su marido, por “primo”, por gorrón y por decirle que se sirva el caldo primero, lo que a ella le suena machista.
Aparte del chiste, Iquino también introduce un tema que escapa a la gracia dominante; es la parte dramática del film, la que a la larga, y en cierta manera, humaniza a la tía y a Irene, obligada a abandonar a su bebé (hija de soltera) por el qué dirán y hacer peligrar su noviazgo con un hombre “de bien y de posibles”. Pero antes se observa mezquindad en ambas, pues, con el fin de evitar que cualquier sospecha recaiga sobre Irene, dicen por ahí que la sobrina del pueblo, a quien abrieron las puertas de su casa y de su corazón, se veía como su novio y ya “se pueden figurar ustedes”… Y a pesar de la carga que implica ser madre soltera, en su época, más que tema tabú, implica exclusión social, Eloísa calla para protegerlas, pues la maternidad fuera del matrimonio se considera una mancha para la sociedad que “condena” a la muchacha; y con ella, también a Agustín, que reacciona condicionado por esa sociedad hipócrita a la que parece temer y darle mayor importancia que al sentimiento que le une a Irene. Agustín actúa del modo en el que lo hace por el que dirán, porque siente que es el fin de su decencia, ante la sociedad, y con ella su imposibilidad de una vida común. El suyo es un pensamiento mezquino y egoísta, pero al tiempo no es suyo, es el que introduce la presión social, la cual, por ejemplo, tanto Irene como la trabajadora feminista han superado. Pero Alma de Dios no es un drama, sino un enredo y las situaciones problemáticas dejan de serlo. Vence el humor, el aspecto cómico, la caricatura y el sainete; obviamente era imposible o muy difícil y más allá de lo expuesto por Iquino en los instantes más dramáticos del film.
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