lunes, 12 de junio de 2023

Y la nave va (1983)


Fellini desborda. Ahora mismo, pensando en él como cineasta, se me acumula en el magín la nebulosa mental confluencia de imágenes de sus películas. Llegan en riada, como si el furioso caudal visual remarcase que Fellini es destrucción, caos, orden y creación en un mismo cuerpo y tiempo cinematográfico. Los adjetivos que puedan servirme para describir El jaque blanco, La strada, Ocho y medio, Roma, Amarcord, también le sientan a él estupendo. Es un cineasta único, como puedan serlo Buñuel, Pasolini, Renoir o Murnau (y más). En realidad, son artistas y la pantalla es para ellos como el lienzo para el pintor o las hojas para una escritora. La iluminan y la llenan de imágenes que expresan y establecen su relación con el mundo, o quizá el cine llegó a su encuentro cuando soñar era para los sueños y no para las metas, en todo caso tienen ese toque de genialidad tan esquivo para la mayoría. Fellini, el cineasta, icono idealizado y mil veces estudiado, es creatividad, caricatura, deformación, fantasía; una visión de la vida, de su propio sentir e imaginarse, y un tipo que, si conectas con él, se hace querer, y mucho. Cada vez le tengo más cariño, será por los rostros de la Giulietta y las noches de Cabiria; o igual son los años que han transcurrido desde La dolce vita a la madurez de un Casanova cada vez más cercano a Ginger y Fred, a su humanidad, a su decadencia y a su amargura vital, que no les genera la edad, sino un mundo cuya moda es el usar y tirar, un mundo que ya no les quiere, en realidad, que a nadie parece querer, salvo en la apariencia de querer. No lo comprenden, lo sienten más deshumanizado; reino sin sueños, ya desterrados. Fellini se resiste a ese espacio adaptado a los inútiles, pero estos son distintos a los suyos; ahora son más esclavos, porque no son conscientes de su esclavitud. La viven activamente, orgullosos de su actividad, que no es más que la pasividad en la que han caído al dejar de fantasear. Con todo, para el italiano quedan remeros a contracorriente, un ensayo de orquesta, payasos y clownes que lloran, ríen y hacen reír; algunos se ahogan, otros flotan, e incluso hay quienes navegan… Y la nave va…



Corre el año 1914, el inicio de la Gran Guerra y el final de una época: la de los imperios de ayer. El Gloria N. está a punto de zarpar hacia la fantasía, crónica de un viaje que nos lleva del cine mudo al sonoro, del blanco y negro al color, del esnobismo aristocrático y altoburgués al padecimiento de los refugiados serbios que el capitán del navío recoge a la deriva. Y la nave va… siempre va, y aquí navega como Fellini desea y, cual divinidad en su reino, crea a su antojo, a su imagen. Emplea ópera, ritmos, fantasía, farsa, irrealidad… Pues ¿desde cuándo los sueños son realidades? Nunca se materializan como se sueñan. Quienes dicen alcanzarlos, lo que consideran tal, no han hecho realidad sus sueños, solo abandonan el ideal soñado que sustituyen por el material logrado. Hacer realidad el sueño es matarlo, o dicho de otro modo: es ni soñarlo ni vivirlo en el único estado que le es permitido existir. Es dejar de fantasear. Fellini no reniega a su fantasía, a su mundo en la pantalla, el de un mentiroso sincero que pone en boca de su cronista, guía de lo que vamos viendo, una frase que resuena en mi memoria: <<Y el pájaro marchó libre en busca de su jaula>>. Emprender el vuelo, buscar otros lares, encontrarse atrapado y, de nuevo, marchar en busca de una libertad que quizá solo pueda soñarse. La travesía reúne a la élite que se embarca para despedir a la cantante más grande, cuyo último deseo fue el entregar sus cenizas a la costa que baña la isla que fue su cuna, su hogar de infancia, su paraíso perdido. El viaje es un funeral, un requiem fellinesco que el artista adorna con días y crepúsculos, mares y firmamento, y la musicalidad festiva que aleja a la nave de la realidad y la acerca al espectáculo de lo verdadero. Fellini no pretende captar la realidad, nunca lo hizo, ni siquiera en su etapa neorrealista. Tampoco la manipula, ni hace de ella una ficción, reflejo de un espacio exterior. Sus formas son las de imágenes mentales, que si bien han podido extraerse de las experiencias vividas, han pasado a otro estado, al del niño-hombre-caricaturista que encuentra en el cronista de Y la nave va a un Marcello disparado hacia la farsa. Pero tanto el espacio de La dolce vita como los pasajeros y tripulantes del lujoso trasatlántico Gloria N. son irreales, pertenecen a un mismo mundo que se enciende y se apaga, y desvelan verdades que, de realizar una reconstrucción realista de la época y de las imágenes, correrían el riesgo de permanecer ocultas.




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