En las sátiras escritas por Rafael Azcona junto a Luis García Berlanga o Marco Ferreri hay descaro, patetismo, picaresca, esperpento, humor negro y rebeldía frente al orden que oprime a sus condenados protagonistas, un orden opresor y represor que sus comedias evidencian y denuncian. Lo cierto es que muchas de las aportaciones de Azcona brillan en la cinematográfica española desde sus inicios como guionista en El pisito (Marco Ferreri, 1957), como las que se produjeron a raíz de sus colaboraciones con los arriba nombrados o con Carlos Saura, aunque de esta relación profesional los resultados fueron menos cómicos, carentes del tono festivo-satírico y sin el esperpento que existe en Plácido (Berlanga, 1961) o en El cochecito (Ferreri, 1960). Ese tono sainetinesco, cómico y patético, incluso kafkiano —las trabas de la burocracia, la inhumanidad del sistema y su juego de humillación, lucen en Placido, en El verdugo (Berlanga, 1963) o en La audiencia (Ferreri, 1972)—, revive en buena parte de la relación que Azcona estableció con Jose Luis García Sánchez a partir de La corte de faraón (1985), en la que adaptaban la zarzuela de Miguel de Palacios y Guillermo Perrín que ya había sido llevada al cine por el mexicano Julio Bracho en 1944 —versión que poco o nada tiene que ver con la de García Sánchez—.
Tarsicio es el hijo de don Roque (Fernando Fernán Gómez), influyente y millonario caradura, ácrata sentimental y privilegiado del Régimen; así lo demuestra su posición y su seguridad en la comisaría donde evita el encarcelamiento con palabrería y con la paella a la que solo convida a los representantes del sistema: un cura censor (Agustín González), quien, escandalizado durante la representación, la denuncia; un comisario (José Luis López Vázquez), más atento a los atributos femeninos que al caso en cuestión; el propio don Roque, que para eso paga y maneja influencias, su vástago, ya descapullado, y doña Fernanda (Mary Carmen Ramírez), su segunda mujer, por quien el comisario sería un amigo, un servidor, un esclavo. Ambientada en la década de 1940, sin salir de interiores (el teatro, la pensión, la casa de Roque o la comisaría), La corte de faraón retrata en su caricatura jocosa la España de la década de 1940: la mano dura de la autoridad, la censura en años eclesiásticas, la carestía de los miembros del elenco (frente a la opulencia de quienes se ponen hasta las cejas de paella, marisco y champán), la represión, las relaciones prohibidas —la homosexual entre Tarsicio y Roberto (Juan Diego) y la heterosexual entre la secular y sensual Mari Pili (Ana Belén) y el religioso y casto Fray José (Antonio Banderas)—, que, salvo en la clandestinidad, no pueden abandonar el mundo del deseo, al estar prohibidos por el orden. En todo caso, tanto en el presente de la película como en las analepsis, que se suceden a partir de las declaraciones de los detenidos y del acusador, García Sánchez, un cineasta que, con mayor o menor fortuna, emplea la sátira para hacer hincapié en la abusiva e hiriente realidad que se esconde tras el esperpento de sus comedias jocosas y “grotescas”, logra un tono picante, burlón y festivo que golpea allí donde quiere dar.
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