El héroe y la heroína de La comunidad (2000) no son el colectivo, ni miembros del mismo, son dos marginados oprimidos por la mayoría que asume el beneficio común como eslogan; tras el que se oculta un rostro comunitario para nada solidario. Son en singular, son el individuo aislado y amenazado por el grupo. La heroína y el héroe del film de Álex de la Iglesia, de una de sus mejores películas, en la que logra una atractiva y claustrofóbica mezcla de tensión, humor, violencia y tipos extraños, pero no tanto, pues resultan comunes, son una mujer (Carmen Maura) que se aferra a una maleta llena de billetes, aunque en realidad se aferra a la promesa de una nueva vida, al sueño de una nueva existencia de opulencia que la aleje del enfermizo derrotismo que ya ha infectado a su marido (Jesús Bonilla), y un niño grande (Eduardo Antuña) que luce máscara de villano de “space opera”. Charly, que así le llaman, se oculta bajo su disfraz, aguanta a su madre (Kiti Manver), controladora cual caricatura de las caricaturas de las madres que asoman en el cine de Hitchcock, y pasa por idiota a ojos del vecindario. Y quizá por esa misma idiotez, que le atribuyen porque su comportamiento y sus intereses difieren a los comunes y tolerados, sobrevive cual Claudio en las primeras décadas de la Roma imperial. Nadie del vecindario ni del público parece reparar en que es más que el tonto del edificio o que ese adulto infantil que vive bajo el yugo materno y que se disfraza de Darth Vader para fantasear (y así quizá liberarse) que está en una galaxia lejana, a años luz de la cotidianidad de la que quiere escapar. Pero Charly poco tiene de villano de ciencia-ficción; es alguien más cercano al James Stewart pasivo y mirón de La ventana indiscreta (The Rear Window, 1958). Es quien vigila a Julia, su nueva vecina, la mujer cuyo cuerpo le enciende y hace funcionar su espada láser. Julia es Carmen Maura, cuyo brillante protagonismo ilumina más si cabe este humorísticamente oscuro encierro en un viejo edificio céntrico madrileño donde Álex de la Iglesia da rienda suelta al esperpento, al humor negro, al suspense y a la violencia desatada por un puñado de pesetas.
En realidad son los trescientos millones de la quiniela acertada por uno de los vecinos, cuyo cuerpo sin vida se descubre tiempo después de su muerte, cuando Julia se encuentra en el edificio intentando vender el piso del que apenas podrá salir. Dicho premio, escondido en la casa del fallecido, es el tesoro que la vecindad desea repartirse, al menos así lo creen y dicen sus miembros, que ya han creado una sociedad para ello, y que Julia encuentra y pretende quedarse para ella. Es su vía de escape a una vida de privación y de sometimiento a una cotidianidad insatisfactoria. Más o menos, esta es la trama de La comunidad, como ya apunto arriba uno de los films más logrados y vibrantes del cineasta vasco, que encuentra su tesoro en las actuaciones de un reparto que borda la “locura del oro” y en el espacio cerrado que usa de modo espléndido, quizá tomando como referencia a Roman Polanski, pienso en La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968) y El quimérico inquilino (The Tenant, 1976), y seguro que a Hitchcock. El encierro en el inmueble, salvo al inicio y al final de La comunidad, ocupa la práctica totalidad del nudo narrativo, en el que el vecindario al pleno vigila y acosa a esa extraña que se hace con el botín que las vecinas y los vecinos desean para ellos. Es su obsesión desde que el fallecido acertó la quiniela y guardó el premio en su piso. Desde entonces, Emilio (Emilio Gutiérrez Caba) y compañía solo viven para soñar repartirse el tesoro, quimera en la que ya se ven, como expresan los premiados de la lotería, “tapando agujeros” o permitiéndose aquellos caprichos que no están a tiro de sus bolsillos.
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