martes, 18 de diciembre de 2018

Las montañas de la luna (1989)


Una de las preguntas que nos planteaban en las clases de Geografía, cuando de pequeños nos “explicaban” África, vendría a ser ¿cuál era el río más largo del continente? Algunos respondían, con o sin acierto, otros callaban, pero la respuesta estaba en el libro de texto donde también se podía leer donde nacía y donde desembocaba. Así que solo era cuestión de interés y de buscar en el papel el nacimiento del Nilo. Buscar era sencillo, igual de sencillo que no plantearse que en épocas pretéritas la Geografía fuese distinta a la conocida en aquel momento de mi niñez, que los países cambiaban, se fundaban y desaparecían, y que las fronteras eran marcadas por los intereses (y la fuerza) del ser humano. Si no entonces, sí pasado el tiempo, algunos comprendimos que hubo épocas en las que parte del globo era un mapa en blanco por donde los aventureros, exploradores, buscadores de fortuna y gloria viajaban a lugares remotos y se adentraban por espacios desconocidos para quienes no los habitaban. Richard Francis Burton y John Hanning Speke fueron dos de estos hombres, aunque, como el resto de exploradores, nunca habrían alcanzado sus objetivos sin la colaboración de anónimos, en su mayoría nativos del lugar, que les sirvieron de guías, de intérpretes, de defensa contra un medio que en ocasiones se mostraba hostil e incluso de mano de obra que transportaba alimentos, armas y herramientas de trabajo. Las montañas de la luna (Mountains of the MoonBob Rafelson1989) nos narra el encuentro de estos dos exploradores, su amistad, el fin de la misma y la aventura que ambos compartieron en busca del nacimiento del Nilo, una aventura que para el idealista Burton (Patrick Bergin) implica el contacto con el medio, con su cultura y con sus habitantes, y para el ambicioso Speke (Iain Glen) la gloria de ser el primero en descubrir el origen del río más importante del continente.


El primer europeo que vio el nacimiento del Nilo Blanco, el lago Victoria, parece que fue John Henning Speke, en 1858. Del Nilo Azul, que nace en Etiopía, en el lago Tana, se dice que fue el jesuita madrileño Pedro Páez, en 1618, aunque pudo haber otros antes. Ambos ríos se unen en Jartum (Sudán) y, depende de quién mire, las fuentes serían una u otra; o las dos. Pero la historia desarrollada por Bob Rafelson se centra en los ingleses y divide su atención en cuatro partes diferenciadas por el espacio donde se desarrollan. La primera y la tercera lo hacen en suelo africano, la segunda y la cuarta en Inglaterra. Ambos lugares contraponen costumbres y descubren la falaz importancia que los europeos asumen para sí, respecto a su presencia en el mundo. Para las tribus africanas con las que Burton y Speke contactan poco importa los territorios más allá de su área de influencia local, pues los conceptos estado y colonización les son ajenos. Sus territorios son tribales, algunos pequeños reinos gobernados por caciques que atacan a pueblos vecinos o defienden sus costumbres y su influencia; acciones nada distintas a las de lugares como el de procedencia de los aventureros. En ese espacio inexplorado por el hombre blanco, Burton es consciente de que algunas de las costumbres nativas son salvajes, no más que otras de la sociedad victoriana con la que no se siente vinculado, y parte de la violencia tribal nace de la lucha por el poder y por la defensa de su identidad contra la agresión externa. <<En mi país han decapitado a padres y a hermanos por el poder. En cuanto a la esclavitud, el hombre blanco le ha añadido el horror del comercio>>. La lucidez de Burton es evidente y está directamente ligada con su romanticismo y con su amor por África, por sus gentes y por sus tradiciones, aunque esto no implica que carezca de una perspectiva más profunda, humanista y científica que la asumida por Speke, a quien se describe empujado por la promesa de gloria que el descubrimiento le reportaría; de ahí su ceguera, o que no compruebe si el lago que ha descubierto y bautizado es el nacimiento del Río. Ya desde su encuentro, en el primer bloque de Las montañas de la luna, se comprende que los dos personajes son distintos, incluso antagónicos; y en el tercero se constata que solo en África se puede producir su acercamiento, su amor, su amistad, pues es en ese espacio inhóspito e inexplorado donde se complementan y donde viven su unión, la cual se rompe en la parte final de este atractivo film de aventuras que, salvando algunos personajes y situaciones de relleno, encuentra sus dos mejores bazas en el realismo con el que Rafelson narra la exploración —parte de los hechos expuestos fueron extraídos de los diarios de Burton y Speke— y en las localizaciones africanas donde se desarrolla.

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