En su Notas sobre el cinematógrafo (Notes sur le cinématographe, 1975), Robert Bresson distinguía entre CINE (teatro filmado) y cinematógrafo (<<una escritura con imágenes en movimiento y con sonidos>>), que vive de su lenguaje propio, visual y sonoro, sin excesos, sin necesidad de música de fondo, con silencios elocuentes, sin actores que actúen y desnaturalicen, y sí con modelos vivos y naturales que lo acerquen a la sencillez expositiva. Y en Al azar Baltasar (Au hasard Balthazar, 1966) encontramos a uno de los modelos vivos del cineasta en un burro y, por lo tanto, incapacitado para actuar y buscar su lucimiento, para emplear tics, métodos o entonaciones que lo alejen de su naturalidad y lo discapaciten para ofrecer vida, auténtica y pura. Baltasar es uno de los protagonistas de la película, al tiempo testigo y víctima de las distintas realidades que se suceden en la pantalla.
Testigo de la mezquindad, la violencia o de la tristeza de quienes lo rodean y víctima de la ruindad, del egoísmo y de los malos modos de esos mismos individuos que no lo contemplan como el ser vivo que sin duda es, un ser capacitado para sentir y sufrir el cariño o los arrebatos de ira ajenos. Solo Marie (Anne Wiazemsky) parece tener en cuenta esto, porque ella misma padece sin que apenas nadie repare en su sufrimiento, quizá porque no expresa sus sensaciones, ni su dolor ni su tristeza con palabras, pero ¿por qué hacerlo si estas nunca podrían explicarlas como sí lo hacen sus silencios o sus miradas?
El inicio de Al azar Baltasar se produce en un estado idílico que remite a la infancia, al tiempo de la ensoñación, de la pureza y de la inocencia que no pueden sobrevivir más allá de los minutos iniciales, los cuales recrean la inmaculada estampa de dos niñas, un niño y un pequeño cuadrúpedo que comparten juegos y disfrutan del verano, ajenos al dolor, aunque este se encuentre latente y amenazante dentro del cuerpo de la niña enferma que no puede jugar. Ese instante es el de la ilusión, el del primer amor, el de Marie y Jacques, quien antes de partir para la ciudad graba en el banco el corazón que exterioriza sus sentimientos, e incluso el del bienestar de un animal que crece para abandonar su infancia y acceder al sometimiento que le depara el mundo adulto y real, aquel del que, por muchos dueños que tenga, no puede huir, ya que nada depende de él. Incluso cuando huye del maltrato de Arnold (Jean-Claude Guilbert) y vive su efímera gloria circense, Baltasar no es dueño de su destino, circunstancia que comparte con los personajes humanos. Bresson logra captar con imágenes el "alma" de Baltasar, pero también aquello que habita en la interioridad de víctimas como Marie, de seres violentos como Gerard (François Lafarge), enfermos como Arnold o derrotados como el padre de Marie (Philippe Asselin), cuya innegociable interpretación de la honestidad no tiene cabida en el espacio rural donde se exponen hechos y vidas, un espacio de hipocresía lejano de aquel mundo imaginario donde vivían los niños y el pequeño burro que en el presente aprenden y comprenden que la realidad nada tiene de idílica.
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