domingo, 13 de noviembre de 2016

El ahorcamiento (1968)


Influenciado por los cambios vividos en Japón durante la posguerra y por influencias foráneas como el Free Cinema británico o los realizadores de la heterogénea Nouvelle Vague francesa, el cine de esta nueva generación japonesa se distanciaba del expuesto por sus predecesores y de la tradición cultural nipona. Esta ruptura con el pasado cinematográfico se descubre en Nagisa Oshima, cuya creatividad dio pie a la compleja, satírica e imaginativa El ahorcamiento (Kôshikei, 1968). Más conocido entre el público occidental por
El imperio de los sentidos (Ai no korîda, 1976) o por la posterior Feliz Navidad, Mr. Lawrence (Merry Christmas Mr. Lawrence, 1983), Oshima había debutado en la realización en 1959 para sobresalir con luz propia en la década de 1960, un periodo que vio la desaparición de cineastas irrepetibles como Mikio Naruse o Yasujiro Ozu, pero también la irrupción de los Hiroshi TeshigaharaYoshishige Yoshida o Shoei Imamura, directores que se unían a los Akira Kurosawa, Keisuke KinoshitaMasaki Kobayashi, Kaneto Shindo o Kon Ichikawa para corroborar que la cinematografía japonesa todavía gozaba de buena salud, al menos hasta que, entre 1965 y 1970, esta empezó a deteriorarse, a medida que la televisión se imponía en los hogares japoneses.


El ahorcamiento, film crítico donde los haya, se posiciona contra la pena capital todavía vigente en Japón, que en la película pretende llevarse a cabo dos veces con el mismo condenado. El inicio no puede ser más contundente respecto a la postura adoptada por el realizador, y lo hace mostrando las estadísticas de una encuesta en la que más del setenta por ciento de los encuestados están en en contra de la abolición de la pena de muerte. Segundos después,
Oshima pregunta si alguno de ellos ha estado alguna vez en una sala de ejecución y si alguna vez ha sido testigo del cumplimiento de la sentencia. Las preguntas reaparecen de inmediato para recalcar la incongruencia de una nación que condena el asesinato, pero que lo asume como justo cuando lo dictamina la ley o la guerra (en clara alusión a los crímenes cometidos por el imperialismo japonés años atrás). La acción de esta atractiva e inclasificable propuesta se abre con un plano aéreo de la casa donde se llevan a cabo los ahorcamientos. La voz del cineasta acompaña a las imágenes mientras detalla aquello que se observa: la sala donde aguardarán los funcionarios, el servicio de hombres, lo que presupone que el paso a las mujeres está prohibido, describe la celda del condenado, minimalista, en la que solo se observa un orinal en una de sus esquinas, la pequeña capilla budista, que se mantendrá cerrada si el preso es cristiano, como es el caso de R (Do-yun Yu), el condenado que no tardará en ser ejecutado, o la estancia donde la soga pende sobre una trampilla que da al sótano donde se recogen los cadáveres. Durante la presentación del espacio, donde se desarrollará la práctica totalidad del film, el cineasta habla del último desayuno, de las últimas voluntades y del último cigarrillo a los que tiene derecho el preso, a quienes los oficiales esposan las manos y vendan los ojos. Sabe que va a morir, su cuerpo lo delata, sus piernas flaquean y sus últimas fuerzas intentan resistirse a lo inevitable.


Su condena se ejecuta, no así su muerte. Su corazón todavía late y, ante un caso inusual, la perplejidad de los funcionarios se adueña de la pantalla. No saben qué hacer, salvo aguardar a que el médico del presidio (
Rokkô Toura) confirme una defunción que no se produce. Los minutos pasan y el corazón de R se niega a dejar de bombear, como también el capellán católico (Toshirô Ishidô) se niega a reconocer que se trata del mismo hombre que han ajusticiado, pues su interpretación religiosa afirma que el alma de aquel ha abandonado su cuerpo. Esta circunstancia da pie a un enfrentamiento entre la idea del religioso y la del resto de los funcionarios allí presentes, quienes, ante el hecho extraordinario que escapa a sus competencias (y a su comprensión), se plantean una segunda ejecución. Sin embargo, siguiendo la ley, eso sería delito, ya que el reo debe reconocer sus crímenes, lo cual depara el cambio de tono en el film, que se afianza durante los siguientes minutos.


El absurdo, el humor negro, la imaginación y la crítica asumen el protagonismo, dejando que sean los funcionarios quienes, en su intento desesperado por hacer entrar en razón al sentenciado que no se reconoce a sí mismo, hablen por
Oshima y pongan de manifiesto algunos de los defectos de la sociedad japonesa de su momento. Recuperado el sentido, pero desmemoriado, el joven ejecutado observa como los allí presentes se convierten en actores que intentan devolverle los recuerdos que ya no tiene, aunque algunos creen que está fingiendo para no volver a sentir la soga al cuello. Este tiempo de espera permite conocer los delitos de R (asesinato y violación), pero también expone la ignorancia de quienes se encuentran en la estancia, la falsa idea de superioridad racial a la que alude el oficial de educación (Fumio Watanabe), quien presupone que el origen coreano del preso es inferior al japonés, así como la situación del criminal antes de serlo, dentro de un núcleo familiar descompuesto y condenado a la marginalidad que significa ser coreano en suelo japonés. R ignora cuanto allí se habla y se interpreta ante su impasibilidad, mientras, el capellán continúa asegurando que el alma purificada ha sido reclamada por Dios, y si el espíritu (culpable del delito) no está contenido en el cuerpo no pueden volver a ejecutarlo. Las escenas se desarrollan en el recinto cerrado, salvo los momentos imaginarios (que podrían ser todos) en los que la cámara sigue a los protagonistas por el espacio urbano donde pretenden hacerle recordar sus dos asesinatos. Otra muestra de la confusión entre realidad y fantasía se produce con la aparición de la hermana del coreano (Akiko Koyama), a quien todos acabarán viendo, y cuya presencia delata aspectos como el racismo o el pasado militarista japonés, un pasado que también se juzga en el interior de la casa, como también se juzga que, si asesinar es un crimen, no lo es también matar bajo el amparo de la ley. Ante esta circunstancia el reo asume su culpa, pero no la de los delitos cometidos, sino la culpabilidad del conjunto que, en su ambigüedad, permite crímenes en masa como los aludidos por Charles Chaplin en Monsieur Verdoux (1947) o aquellos aceptados por el sistema (funcionarios) que asume la ejecución como algo lógico y necesario.

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