Aunque tardía, la exitosa incorporación del sonido y de los diálogos al cine japonés provocó que los directivos de la compañía cinematográfica Shochiku apurasen a Yosujiro Ozu para que rodase su primera película hablada, filmada en 1935, sin embargo el cineasta continuó realizando producciones mudas hasta 1937. Dicha circunstancia resulta comprensible en un creador como Ozu, ya que su arte visual no necesita palabras para captar y expresar, desde la serena y sincera mirada de su cámara, la sensibilidad de sus personajes. Estas se hacen visibles, casi palpables, sin la presencia de diálogos que no harían más que forzar los sentimientos y las situaciones cotidianas (también las excepcionales) que fluyen desde la naturalidad de imágenes que exteriorizan las emociones de hombres, mujeres o niños como los que protagonizan esta historia, cuyos rostros y movimientos hablan por sí mismos dentro del espacio marginal donde el mundo infantil y el adulto se dan la mano. La confluencia de la infancia y de la madurez es recurrente en el cine de Ozu, ambas coinciden en excelentes películas como Nací, pero... (Umarete wa mita keredo: Otona no miru ehon, 1932), Un albergue en Tokio (Tokyo no yado, 1935) o Memorias de un inquilino (Nagaya Shinshiroku, 1947), pero siempre de forma distinta, aunque complementaria. En Nací, pero... se exponen paralelismos y diferencias entre ambas edades, en Memorias de un inquilino, también conocida por Historia de un vecindario, se observa la esperanza en la presencia del niño y la soledad en la mujer adulta que lo acoge y en Un albergue en Tokio la inocencia de los más jóvenes convive con la digna decepción de sus mayores. El núcleo familiar protagonista, formado por Kihachi (Takeshi Sakamoto) y sus dos hijos, vagabundea por un espacio de crisis económica y social, pero no solo por ello se trata de una familia descompuesta, lo es por la ausencia de la figura materna y por la falta de trabajo paterno. Ambas circunstancias les priva de comodidades, imposibilita la infancia plena a los dos niños y la estabilidad que aleje a Kihachi de la cruda cotidianidad en la que solo observa la precariedad mientras escucha, allí donde lo solicita, que no hay empleo. De este modo deambulan por espacios vacíos, solitarios y estériles, donde su día a día se convierte en la monotonía de conseguir unas cuantas monedas, que ganan por la captura de perros vagabundos (en este aspecto similares a ellos), y que apenas les da para medio llenar sus estómagos o guarecerse de la nocturnidad bajo los techos de albergues donde se descubren otras familias en su misma situación. Pero, durante este tiempo de carestía, también se muestra la ternura y el humor que el trío protagonista comparten mientras interpretan la realidad desde perspectivas distintas, acordes con sus edades y sus experiencias. La inocencia y la imaginación salen a relucir en escenas como aquella en la que Zenko (Tokkan Kozo), el mayor de los hijos, fantasea con alimentos y bebidas imaginarias que comparte con su hermano y con su padre, a pesar de que, en ese instante, la precariedad continúa siendo su presente, como también lo es la imposibilidad de que acudan a la escuela o puedan permitirse lujos como la gorra que compra con el dinero de una captura canina. Sin embargo, el destino interviene y lleva a la familia hasta el local regentado por Otsune (Choko Iida), una vieja conocida que consigue un empleo para el adulto. Este encuentro fortuito depara el inicio de una etapa de felicidad que se ve potenciada con la presencia de Kimiko (Kazuo Kojima) y de su madre (Yoshiko Okada), a quienes habían visto con anterioridad en el albergue y en quienes padre e hijos proyectan la parte que les falta para volver a ser el núcleo completo que desean ser. Pero el periodo de calma apenas dura un suspiro, ya que las desgracias se ceban con los pobres y la niña cae enferma de disentería, lo cual implica la casi certeza de su muerte y obliga a su madre a asumir un oficio que le proporcione el dinero necesario para las medicinas, circunstancia que Kihachi le reprocha en su reencuentro, cuando intenta disuadirla de ejercer un trabajo indigno. De modo que, para evitar la desgracia de la mujer, el protagonista de Un albergue en Tokio realiza un acto impensable poco antes: roba treinta yenes que entrega a esa madre desesperada a quien pretende ayudar. Más que un delito, la actitud de Kihachi desvela un acto desinteresado, al margen de su ilegalidad, pues no delinque para su beneficio ni para el de los suyos, en su honradez nunca podría haberlo hecho, lo hace impulsado por la desgracia ajena y por la responsabilidad asumida de salvar la vida de Kimiko, por ello no siente remordimientos ni se avergüenza cuando, consciente de que su acto delictivo ha nacido de su compasión y no de su egoísmo, decide entregarse a la justicia.
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