viernes, 31 de mayo de 2024

El viudo (1959)

Dudo que hubiese mejor actor en la comedia italiana que Alberto Sordi para dar vida al italiano burgués del desarrollo de la segunda mitad del siglo XX; tal vez Ugo Tognazzi, puede que Marcello Mastroianni. Pero Sordi daba vida como nadie a la caricatura del nuevo italiano, el que se había adaptado a un presente de capitalismo feroz que quiso pasar por progreso;  ¿lo era? Más que nada fue un periodo de desarrollo económico, industrial y urbanístico, pero apenas supuso un progreso real para la sociedad en la que empezaba a despuntar la clase media urbana, representada a la perfección por Sordi y sus caricaturas de tipos egoístas, mezquinos, patéticos, superados en su mediocridad y controlados por un entorno voraz que le somete a esto o le empuja hacia aquello. En todo caso, el individuo medio no se había liberado. Por ejemplo el cine de Marco Ferreri insiste en ello, aunque las cadenas ya eran distintas a las de sus antepasados; mas no todas, puesto que Italia era un país católico anclado en la tradición. El fascismo se suponía ya un hecho del pasado, aunque intelectuales como Pasolini no se cansaban de indicar que uno nuevo se movía en la sombra, sin rostro visible, pero tan dispuesto a someter como el desaparecido tras la guerra. La nueva situación económica, de capitalismo desatado, y la moral de tradición católica se daban la mano y a menudo chocaban con la modernidad presumida, creando ambigüedades y situaciones ante las que solo quedaba protestar, cruzarse de brazos o ironizar y reírse, tal como hicieron aquellos cineastas que crearon farsas divertidas y pesimistas, cuyo absurdo y humor negro remitían a la realidad social de un liberalismo que no liberaba, al menos no de la amargura de sus protagonistas. Una de las consecuencias fue el nacimiento de la comedia a la italiana, la de los años cincuenta y sesenta, que se reía de la Italia de la socialdemocracia cristiana en la que todavía quedaba lejos la Ley del divorcio, aprobada el 1 de diciembre de 1970, y donde la apariencia tradicional obliga a matrimonios desavenidos, o mismamente rotos, a permanecer unidos y a tirarse los trastos hasta que la muerte separase a los cónyuges; o en la parcial salvedad de que la mujer “traicionase” al marido.

En aquella Italia, de la que Dino Risi supo reírse tanto como el genial Mario Monicelli, quizá por no llorar, no existía el divorcio, ni se reconocía los acordados fuera del país; de modo que aquellos matrimonios que no deseasen seguir siéndolo seguirían unidos legalmente, quisieran o no, hasta el fin de los días de uno de los cónyuges. Esta situación creaba, entre otras cuestiones, la posibilidad de “bigamia”, como le sucedió a Vittorio De Sica, que se casó con María Mercader en 1948, en México, tras conseguir el divorcio en ese mismo país americano. Sin embargo, en Italia ni el enlace ni la separación fueron reconocidos, así que podría decirse que De Sica estaba casado con dos mujeres a la vez. Era una incongruencia y una situación que no tenía en cuenta a las tres partes interesadas. Veinte años después, Mercader y De Sica volverían a casarse en Francia, cuando el cineasta obtuvo la ciudadanía francesa. Otro caso sonado fue el de Roberto Rossellini e Ingrid Bergman, de sobra conocido por el escándalo que supuso en la Italia de la época, también en Hollywood, al estar ambos casados cuando iniciaron su relación. De haber existido la ley de divorcio, el escándalo probablemente hubiese quedado en nada, salvo por el sensacionalismo que siempre encuentra su filón en la vida privada.

El rechazo de la socialdemocracia cristiana y del Vaticano al divorcio se imponía por entonces, provocando situaciones de encierro e imposibilidad. Con dicha postura, se omitía que una pareja pudiese perder los lazos que la había unido en el pasado y que su vida común en el ahora crease un presente infernal que podía empujar a situaciones extremas. Entonces, solo quedaba “pecar” y apartarse de lo establecido, soñar un Divorcio a la italiana (Divorzio all’italiana, Pietro Germi, 1961) o, como sucede en El viudo (Il vedovo, Dino Risi, 1959), aguardar a que la viudez los separe; y si tarda, darle un empujoncito para precipitarla. En los films de Germi y de Risi, la muerte de uno de los cónyuges liberaría a la otra parte. Cierto que resulta menos divertida que la de Germi, que es una de las cimas de la comedia a la italiana, pero la de Risi no desmerece. Su caricatura mira la realidad deformándola lo justo para burlarse de una situación en la que los dos miembros del matrimonio viven bajo el mismo techo donde se rechazan, pues salta a la vista que Alberto y Elvira (Franca Valeri) no se aguantan. Ella le desprecia y no lo oculta; sabe que la engaña y lo toma por ridículo y cretino. No duda en mostrarle su repulsa, ni en decirle a la cara qué piensa de él; así sucede cuando Alberto le pide que firme el crédito con el que podría salvar su empresa. Elvira se niega, cansada de las infidelidades y de los cuentos de un manipulador que solo tiene ojos para sí mismo. Ese es el matrimonio protagonista de El viudo, uno que está roto antes de que Risi arranque su sátira mostrando a Alberto y al marqués (Lino Lorenzon), su mano derecha, servil porque el tiempo de la aristocracia quedó atrás. A este le cuenta que ha soñado con su viudez, la cual le reportaría la fortuna de su mujer. Ese es el sueño de Alberto, liberarse de Elvira y cobrar por ello, así solucionaría sus problemas económicos y tendría vía libre para su relación con Giogia (Leonora Rufino). Pero él no es la víctima de El viudo, aunque, en la medida de que el dinero manda, lo sea. Lo es Elvira, quien, en ningún caso, puede deshacerse del lastre con quien vive y que le pone de los nervios…



miércoles, 29 de mayo de 2024

Esperando la felicidad (2002)


El punto de partida fundamental hacia la felicidad humana es la ausencia de frustración, pero ¿quién no la ha sentido en algún instante? Además, habría que responder qué es la felicidad y si es posible encontrarla; y, consecuentemente, retenerla como si fuese una posesión o un bien preciado. Como abstracto, su significado varía según quién se plantee el qué le significa o qué le implica, si piensa que se trata de una cuestión material, sentimental-emocional o una combinación de ambas. Bertrand Russell en su libro La conquista de la felicidad habla de la existencia de dos clases, con sus grados intermedios: <<podrían denominarse normal y de fantasía, o animal y espiritual, o del corazón y de la cabeza>>. Pero, en general y de modo particular, la apuntaba en el mirar más las necesidades ajenas que a las propias. Era europeo, humanista, ajeno a las creencias cristianas y perteneciente a la clase acomodada, lo cual, a priori, le suponía ver cubiertas sus necesidades básicas, cuya realización resulta fundamental para aspirar a cualquier tipo de felicidad. El filósofo y matemático británico daba como feliz una especie de altruismo teórico, un interés por los otros que ubica la felicidad lejos del egocentrismo tan de moda tras el fin del teocentrismo y del posterior antropocentrismo. Apuntaba que el secreto de la felicidad residía <<en que tus intereses sean lo más amplios posibles y que tus reacciones a las cosas y personas que te interesan sean, en la medida de lo posible, amistosas y no hostiles>>, mientras que el oriental Lao Tse, muchos siglos antes, en Tao Te King ubicaba la felicidad en la desposesión; algo así como es más feliz quien menos tiene: <<¿No es acaso por no querer nada que lo posee todo?>> Pero que se lo digan a Rockefeller o al tío Gilito, cuya acumulación de dinero, en monedas y billetes, le posibilitan sus tranquilizantes chapuzones en la piscina de su lujosa mansión. Son modos distintos de sentir aquello que llaman felicidad, que sería algo así como un estado de plenitud, sea de un segundo o de un mes, pero, indudablemente, no es un estado estático ni perdurable, como todo estado humano es variable y efímero. Vive en la alternancia, incluso en ausencia, en el deseo de ser felices.


La felicidad también es un concepto que difiere según lo que te han querido vender como tal. Por ejemplo, el proletario ruso soñaba con obtenerla cuando se instaurase la dictadura del proletario, utopía que, como tal, es irrealizable, y los cristianos medievales se dejaban guiar y someter porque su recompensa estaba en un paraíso celestial, idea que, con sus variaciones, ya se encuentra en Platón, quien en El Fedón apunta que el alma se prepara en la vida para la muerte, que sería algo así como la puerta a su liberación del cuerpo, a su acceso al conocimiento puro. <<Si el alma se retira en este estado, va hacia un ser semejante a ella, divino, inmortal, lleno de sabiduría, cerca del cual, libre de sus errores, de su ignorancia, de sus temores, de sus amores tiránicos y de todos los demás males anexos a la naturaleza humana goza de la felicidad>>. Pero la felicidad la queremos aquí y ahora, es mundana y vital, a la par abstracta y física. Se ve influenciada por el pensamiento y el estado emocional de la persona, por la salud y la geografía, influye en ella desde la sensaciones corporales y mentales hasta el lugar de nacimiento y de asentamiento, entre otras variables que a menudo resultan ajenas al control de los aspirantes a la felicidad. A nadie escapa, aquello de que no es lo mismo nacer en un país desarrollado y seguro, donde las comodidades apenas se valoran porque, desde que podemos recordar, están ahí, formando parte de nuestra realidad, que en uno árido, pobre y amenazado por la carestía o la guerra, entre otras. Las condiciones climáticas, políticas o económicas determinan parte del día a día y nacer en la Unión Europea supone, a priori, unas comodidades que se niegan a los nacidos en países como Haití o Mauritania, pues tanto en el caribeño como en el africano la situación económica de la población apunta una precariedad que no se da en suelo europeo, el cual se convierte en una especie de ilusión para aquellos que, viviendo realidades como la de los personajes de Esperando la felicidad (En attendant le Bonheur/Heremakono, 2002), sueñan una plenitud que creen posible en Europa. Pero la película no solo trata de la emigración, aunque esté presente en todo momento: dos personajes hablan de si un tercero habrá llegado a Tánger o a España, el mismo personaje que el océano devuelve su cuerpo a la costa. Intentó buscarla, pero, para él y para tantos otros, la felicidad es la idea de bienestar imposible de alcanzar. Para Abdellah, uno de los personajes principales de Abderrahmane Sissako, la felicidad es inexistente en su hogar, es decir, vive en la frustración y en el sueño de estar lejos, en Europa. No se encuentra, es infeliz, apenas habla y en su rostro se lee la tristeza que le consume y le aparta. Quiere otra vida, lejos, en algún lugar donde la felicidad forme parte de su cotidianidad. Pero, aparte de este joven triste, que no se plantea la felicidad como un derecho constitucional, sino como una necesidad vital en alternancia y no en eterna ausencia, Sissako ofrece en su película un paisaje humano que acerca la situación de otros personajes, cotidianidades y aspectos de su cultura, de su entorno humano y natural vivo, árido, arenoso, a orillas de ese Atlántico que se ofrece como engañosa vía de escape, pues no deja de ser una frontera entre la idea y la realidad mundana. En Esperando la felicidad, el cineasta mauritano muestra otra perspectiva de la felicidad, su ausencia, de ahí la búsqueda o la espera; es decir: emigrar o quedarse, pero ¿dónde se encuentra la plenitud, para ellos desconocida?



martes, 28 de mayo de 2024

Voces de Chernóbil, crónicas del futuro

El mayor atractivo de Voces de Chernóbil (1997) es precisamente la pluralidad que recoge y apunta su título. Siendo exacto, la grandeza del texto reside en que vive en la diversidad de testimonios, de monólogos, de reflexiones y pensamientos que regresan a un instante para desvelar sus consecuencias humanas. A lo largo de las páginas, Svletana Alexandrovich cede la voz a hombres y mujeres que vivieron aquel momento que nadie esperaba, aunque entrase dentro de lo probable. Se había especulado con tal posibilidad; existían protocolos de seguridad, incluso el cine había expuesto la situación de una catástrofe nuclear en películas como El síndrome de China (James Bridges, 1979), pero ¿quién podría pensar que la probabilidad o la ficción acabasen siendo realidad? <<El 26 de abril de 1986, a la 1 h 23’ 58”, una serie de explosiones destruyeron el reactor y el edificio del cuarto bloque energético de la Central Eléctrica Atómica (CEA) de Chernóbil, situada cerca de la frontera bielorrusa. La catástrofe de Chernóbil se convirtió en el desastre tecnológico más grave del siglo XX>>. Así nos sitúa la autora en la Historia, pero las pequeñas historias de aquel instante solo pueden ser contadas por sus protagonistas, los que sobrevivieron. Aquella tarde del 25 de abril sería como otra cualquiera de la primavera de los últimos años; en el que un sistema, el soviético, vivía su colapso, aunque se negase a aceptarlo. La situación de la URSS afectaba a todos los ámbitos del sistema, también a la Central situada en Priopat (Ucrania), a pocos kilómetros de la frontera bielorrusa, que también se vio afectada por la primera catástrofe nuclear civil. A lo largo de las páginas, la escritora asume el rol de oyente. Es quien escucha las palabras y las emociones que fluyen de sus entrevistados, cuyas declaraciones van completando el rostro humano y el alcance de la catástrofe a lo largo del tiempo. La escritora trasmite voces, diversidad, dolores, culpas, soledades, perdidas, el cómo afectó y afecta a las vidas de quienes sufrieron aquel momento del que nadie sabía, pues nunca había pasado algo semejante…



domingo, 26 de mayo de 2024

El señor de La Salle (1964)

La primera vez que vi El señor de La Salle (1964) no fue una elección, sino una obligación escolar con la que los lasalianos a cargo del colegio donde por decisión ajena cursaba EGB querían deleitarnos, supongo que orgullosos de su hermandad, con la historia del fundador de su compañía de maestros. Siempre me ha gustado la Historia, por lo que tiene de cuento para la fantasía infantil y lo que tiene de viva para la mente adulta despierta y crítica, por su disposición al cambio, a mostrar y exponer aspectos de lo ya vivido que pueden, si no explicar los actuales, dar pistas. La historia no es un pasado muerto, es la suma de periodos que concluirán cuando nos hayamos extinguido. Las civilizaciones, los mapas, los idiomas, la cultura cambian, lo que era dejará de ser para ser algo distinto. La humanidad se abre paso y la historia lo recoge, rellena y olvida, lo recupera y lo replantea. Se corrige, vuelve a olvidar y descubre aquello que nunca antes apareció en sus líneas. Pero volviendo a Juan Bautista, el nacido en Reims en 1651, existen personajes que, por algún motivo, destacan en su tiempo. A estas personas, que son las menos, suelen dedicárseles biografías y estudios, pero lo visto en la película de Luis César Amadori no es historia, ni cuento, que invite a profundizar, ni a fantasear, en La Salle y en su época, sino una hagiografía cinematográfica que apenas se diferencia de tantas otras vistas antes y después en la pantalla. Hoy, lo sé, pero de niño solo me senté a verla y me puse a pensar a cuál de los hermanos presentes en la sala se parecía aquel cura que quiso ser profe; si es que eso fue lo que pensé a la par que imaginaba lo bien que estaría en el patio jugando al baloncesto…

Ya entonces me sonaba el rostro de Mel Ferrer, actor estadounidense a quien había visto con anterioridad en alguna película emitida por la televisión española, en su primer o segundo canal, a principios de la década de 1980. Ferrer tuvo su momento en Hollywood, pero su carrera no llegó a despuntar, quizá por falta de carisma, por una mala elección de personajes o porque era un actor mediocre; mas supongo que era buen reclamo para llamar al público español a los cines donde ver en la pantalla la vida del pedagogo, sacerdote y teólogo francés que decide consagrar su vida a la educación y a los pobres… En la Francia de Luis XIV (Fernando Rey), como en la de épocas anteriores y posteriores, existía miseria y parte del pueblo, sobre todo la infancia, se veía condenado a vivir en ella. Esta precariedad llamó la atención del privilegiado Juan Bautista, de familia adinerada y canónigo que inicialmente vive en la opulencia que abandona para entregarse a los demás, creando una escuela y formando a sus maestros. También, por aquella época de mi infancia, de la que guardo alegre recuerdo dentro y fuera del colegio, los hermanos nos habían proyectado Bombardero (Michele Lupo, 1982) e Y si no, nos enfadamos (Altrimenti ci arrabbiamo!, Marcello Fondato, 1974), dos comedias en las que Bud Spencer, junto Terence Hill en la segunda, golpeaba a placer. Las recuerdo entretenidas, sobre todo la del condicional cabreo, pero también la memoria me dice que no hay nada en ellas que pueda interesarme ahora, puesto que aquel niño de diez u once años ya no existe. No las he vuelto a ver, ni las veré de nuevo, salvo que me obliguen, pues tengo el tiempo limitado y la agenda repleta. Sin embargo, he sentido curiosidad por la película de Amadori, por confirmar o echar por tierra la sospecha de que no había nada en ella que me pareciera interesarme o que me animase a buscar más allá de lo expuesto en la pantalla o de lo que en su momento supe sobre el personaje y ya olvidé. No niego que sí lo resulte interesante para los seguidores de La Salle, pero, parece innegable que el Juan Bautista de la película resulta un estereotipo acorde a la repetición, a la insipidez y al tópico de tantas biografías fílmicas igual de aburridas, que resultan más de lo mismo y menos de cualquier otra cosa diferente…




sábado, 25 de mayo de 2024

36 horas (1964)

Contaba Claudio Sánchez-Albornoz en su Anecdotario político que cuando acudió a Valencia a entrevistarse con Manuel Azaña, en la ciudad del Turia, desde el tertuliano de un café hasta el limpiabotas del local, todo el mundo comentaba que el ejército republicano iba a realizar una ofensiva sobre Aragón, lo cual chocó al historiador madrileño de nacimiento, aunque abulense de adopción y raíces. Probablemente, en ese instante inicial, desconocía que era obra de la propaganda comunista, para elevar la moral ciudadana y mantener a la población sosegada, que creyese estar en buenas manos, esperanzada en la posibilidad de la victoria. Alborzoz, perplejo, no daba crédito a lo que escuchaban sus oídos, pues era consciente de que un secreto a voces dejaba su secretismo de lado para ser comidilla popular. Incapaz de hacer algo para evitarlo, pues los republicanos liberales apenas pintaban ya, no le extrañó el posterior fracaso de la ofensiva, de la que deja caer que bien pudo fracasar debido a que amigos y enemigos conocían que iba a llevarse a cabo. El factor sorpresa jugaba un papel fundamental para que las tropas rebeldes no conociesen los movimientos y los objetivos republicanos, para que así no pudiesen reaccionar al ataque, al menos de un modo organizado que frenase el avance.

No mucho después, en la década siguiente, España sufría una crudelísima posguerra y otra guerra asolaba a mayor escala, una impensable hasta entonces. Era la Segunda Guerra Mundial. En ella, el factor sorpresa también era fundamental para unos y otros; sorprendentes fueron los ataques relámpago alemanes (blitzkrieg) con los que conquistaron parte de Europa o las operaciones aliadas que desembarcaron en Italia en septiembre de 1943 (Avalanche) y, al año siguiente, en Francia (Overlord), junio de 1944. Los alemanes esperaban un ataque por Grecia, debido a la desinformación, y planearon la defensa según dicha creencia —El hombre que nunca existió (The Man Who Never Was, Ronald Neame, 1956) detalla la operación Mincemeat que posibilitó tal engaño—. En 1944, se esperaba un ataque aliado por el paso de Calais, que sería el lugar lógico para la ofensiva, y eso era lo que el alto mando aliado quería hacer creer a su enemigo. Pero los aliados tenían otro plan y este debía guardarse en el mayor secretismo. Era fundamental, si querían evitar una defensa enemiga que diese al traste con sus intenciones de avanzar sobre Francia y, posteriormente, dirigirse a Alemania. De modo que, para evitar desvelar la ubicación exacta del día D, se llevaron a cabo medidas de distracción, creando un ejército de goma que ubicaron cerca del paso, desinformando, lanzando señuelos y pistas falsas, como la de que Patton estaba al frente, que hiciesen sospechar que el ataque sería por la zona del canal. Sobre este tema trata 36 horas (36 Hours, 1964), la cual George Seaton, director y guionista del film, abre con imágenes documentales que trasladan la acción a mayo de 1944 y muestran a las tropas en Inglaterra a la espera del día del desembarco.

Pero más que una película bélica, Seaton, inspirado en un relato de Road Dahl —Beware of the Dog—, propone en 36 horas una de espionaje en la que su protagonista, un mayor del ejército estadounidense, miembro de la inteligencia aliada, es secuestrado en Lisboa por agentes de la Abwehr, el servicio de espionaje alemán, y enviado a un supuesto hospital estadounidense. El mayor Pike (James Garner) es trasladado a un lugar cercano a la frontera suiza, a un emplazamiento donde los alemanes han creado un hospital ficticio e inventado la historia con la cual convencerle de que la guerra ha terminado y que él lleva seis años amnésico. Si quiere recuperarse, debe recordar; tal sería la premisa y el objetivo que tiene la inteligencia alemana. La puesta en escena llevada a cabo por el doctor Gerber (Rod Taylor) es sutil e inteligente y parece funcionar, pues todo está calculado, desde los periódicos con fechas de mayo de 1950 hasta la presencia de Anna (Eva Marie Saint), la enfermera judía que colabora porque no desea regresar al campo de concentración. El planteamiento de Seaton resulta atractivo en su puesta en marcha, al mostrar al oficial estadounidense desorientado, creyéndose cuanto le dice su médico y soltando la lengua porque no duda que la guerra terminó y que él ha perdido parte de su memoria. Lo cree porque, aparte del profesional que le atiende, sus sentidos así se lo dicen: el entorno hospitalario y estadounidense, su cabello canoso, sus ojos cansados, la radio que emite viejos éxitos de 1943-44, los titulares de prensa hablan del ex-presidente Roosevelt, el dossier con sus seis años que no recuerda y la presencia de Anna, que luce el anillo de casada… Todo cuando ve y escucha ha sido calculado al detalle; el plan es perfecto, salvo por el pequeño corte que Pike se había hecho poco antes de viajar a Lisboa, en mayo de 1944, y caer en manos de ese doctor que cumple su trabajo, pero que no oculta su rechazo a los nazis y al agente de la SS que han enviado para apurarle en su misión…



viernes, 24 de mayo de 2024

A propósito de Schmidt (2002)

Si uno se atiene a su origen etimológico, la jubilación, del latín “jubilare”, debería ser un momento de desbordante alegría. Literalmente, el jubilado debería saltar y lanzar gritos de alegría por su nueva situación. Sin embargo, no todos viven ese instante como una liberación alegre que le posibilitará, más tarde que temprano, el acceso a su tiempo, el cual, hasta entonces, no le había pertenecido por entero. Para muchas personas que llegan a la edad de verse obligadas a dejar de laborar, no es un instante festivo; incluso puede resultar lo contrario y ser un momento terrible, así parece vivirlo el inolvidable Umberto D. En ocasiones, la jubilación despierta a un periodo que obliga a enfrentarse a sí mismo, entre otras realidades —la monetaria, la afectiva o la vejez que llama— que hasta entonces han sido acalladas o han pasado desapercibidas en una vida dedicada al mismo trabajo, al mismo horario, a la misma rutina. En la celebración de su jubilación, Schmidt (Jack Nicholson) ya se descubre sin saber quién es. Así, recién jubilado, no sabe qué hacer con su tiempo libre, pues “libre” es el adjetivo correcto para calificar el ahora que se presenta ante él, exclusivamente para él, con todo lo que esto implica. Sus horas ya no pertenecen a la empresa de seguros que le sustituye por una pieza más joven, ni las comparte con alguien, puesto que se descubre sin nadie a quien hablar ni escuchar. Aunque a él parece gustarle más hablar y hacernos llegar sus sensaciones a través de sus cartas a Ndugu. Schmidt es el héroe triste, envejecido, aislado, desorientado de esta tragicomedia de Alexander Payne, que adapta la novela de Louis Begley y la lleva a su terreno, a uno por donde, a partir de este tercer largometraje, transita lo mejor de su cine.

En sus anteriores películas, Payne se había decantado por la sátira en Ruth, una chica sorprendente (Citizen Ruth, 1996) y Election (1999), pero en A propósito de Schmidt (About Schmidt, 2002) daba un paso importante y se descubría empeñado y entregado cinematográficamente a la labor de humanizar y acercar sus crónicas de Nebraska, su estado natal, donde ubica sus historias, a un nivel más íntimo e intimista. Allí, en la ciudad de Omaha, inicia el recorrido de Schmidt y de otros personajes suyos que buscan y se buscan para dejar atrás la soledad, el miedo y la ira que les genera el sentirse aislados y la sensación de derrota vital que, a lo largo de los años, se ha ido convirtiendo en su silenciosa compañera de viaje. La descubre ahí, dentro de sí, cuando su pequeño mundo cambia con su jubilación y con la repentina muerte de Helen (June Squibb), con quien compartió cuarenta y dos años de su vida. Pero quizá el verbo “compartir” sea excesivo para explicar la relación entre dos personajes que cohabitan bajo el mismo techo, pero que semejan distantes; tal vez dos extraños que se acostumbraron el uno a otro. Lo cierto es que Schmidt se encuentra en una situación que le desorienta y que agudiza su soledad. La muerte de Helen deja un enorme hueco en su vida; el duelo por la pérdida es evidente, a pesar de las dudas que había mostrado respecto a la mujer a quien últimamente empezaba a considerar una extraña, y quizá fuese cierto, como apuntan las cartas que descubren que ella había mantenido una relación con su mejor amigo. A propósito de Schmidt responde sobre ese personaje, nos lo acerca a través de las imágenes y de la voz de sus cartas a Ndugu, el niño al que apadrina y al que escribe para su desahogo y nuestra comprensión de su interioridad, pues, ante todo, el viaje propuesto por Payne es uno al interior humano, al pensamiento y el sentimiento, a las sensaciones de un solitario al que le duele serlo…



jueves, 23 de mayo de 2024

Banquete de bodas (1956)

Durante las décadas anteriores, la MGM se había decantado por la evasión y el trasladar sus historias a lugares fantasiosos, incluso los que respondían a lugares reales sonaban a ensoñación. La empresa fundada por Marcus Loew y dirigida por Louis B. Mayer apostaba por el glamour, las estrellas, la superficialidad de las historias y los finales felices, incluso en el drama todo sonaba hueco y feliz. Era un modo de atraer al público, al que apartaba de la realidad mundana, al menos de aquella que pudiese generarle pesadumbre y malestar, y, por lo general, prescindía en sus producciones de cualquier atisbo de realismo. El estudio ofrecía a su público la posibilidad de evadirse y soñar ser un detective elegante e infalible a lo Philo Vance, pasear por Oz o cantar bajo la lluvia, cuando no acompañar a Tarzán por la jungla, ladrar junto a Lassie o sufrir un subidón de azúcar en las películas con el “angelical” Mickey Rooney o la jovencita Elizabeth Taylor. Los jóvenes estadounidenses de posguerra ya no querían más de aquellos terrones ni orquestas como la mítica de Benny Goodman. Los adultos preferían quedarse en casa, escuchando el swing de Goodman, los más nostálgicos la música de Glenn Miller Band, o viendo la tele, en lugar de acudir al cine, quizá porque lo que les ofrecían las pantallas era más de lo que ya habían visto en su juventud. Por entonces, en Italia el neorrealismo pegaba fuerte. Los cineastas y guionistas italianos miraban la realidad de la posguerra y decidieron reflejarla en pantalla; además, era más barato filmar sobre el terreno y con repartos no profesionales. Lo cierto es que el cine italiano de posguerra humanizó sus historias, sus espacios y a sus personajes; mostraba el rostro menos atractivo, a veces el más triste y otras, incluso, el esperanzado. Aquella “moda” no pasó desapercibida y otros lugares se dejaron influir por ella. Incluso Hollywood miró entonces la realidad cotidiana de hombres, mujeres y demás familia; aunque antes lo hiciese Broadway, que solía ser más liberal y progresista que los estudios cinematográficos en manos de magnates un tanto reacios a los cambios que no fuesen propuestos por ellos mismos. En cierto sentido, podría decirse que la MGM era la más escapista de las major y, posiblemente, la que menor libertad creativa ofrecía a sus cineastas. Pero, tras la Segunda Guerra Mundial, la década de 1950 llegaba dispuesta a cambiar el juego de Hollywood.

Todo cambio conlleva un periodo de adaptación, se supone, del que se saldrá reforzado o perjudicado, quizá ambas. La industria cinematográfica se adentraba en ese momento en su propia guerra fría, bajo la amenaza de la televisión, de la caza de brujas, de la sentencia que liberaba la distribución y exhibición, de las estrellas que apostaron por crear sus propias profuctoras, y de una juventud que, en gustos e inocencia, apenas tenia que ver con la generación anterior. Se necesitaba sangre nueva que refrescase el paisaje, aunque no demasiado, no fuese a hacer frío; introducir nuevos sonidos y nuevos textos. El rock llamaba a las puertas de la juventud y de la industria, la rebeldía vendía y los cincuenta apuntaban a salvajes; que en realidad lo fueran, ya es otro cantar. No obstante, entre el optimismo previo y el pesimismo posterior, llegaba una nueva generación, con gustos distintos y con intereses también distintos; también llegó a Hollywood, lo que deparó uno de sus momentos más brillantes, puesto que a los veteranos, que todavía tenían muchas grandes obras que aportar, se unieron los Richard Fleischer, Nicholas Ray, Richard Brooks, Samuel Fuller, Don Siegel, Elia Kazan, Joseph Losey y tantos más que empiezan a rodar de forma asidua en la segunda mitad de los años cuarenta. Posteriormente, se sumaría la llamada generación de la televisión, deparando un esplendor mayor entre la mediocridad imperante en Hollywood y en cualquier otro espacio, pues no vayamos a engañarnos: la medianía siempre domina y se impone, puesto que es en la mediana donde se concentra el mayor número de elementos. Así, lo que sobresale y quienes sobresalen son excepciones que se apartan de esa medida común en la que la mayoría nos situamos o nos sitúan.

Uno de aquellos jóvenes llamados a cambiar o no la industria cinematográfica fue Richard Brooks, quien llegaba a Hollywood después de la Segunda Guerra Mundial, con una novela que sería llevada a la pantalla por Edward Dmytryk con el título Encrucijada de odios (Crossfire, 1948). Brooks firmó contrato con la MGM, para la que trabajó hasta entrados los años sesenta; y volvería a hacerlo en su último film: Fever Pitch (1985), con el que cerraba el círculo iniciado en Crisis (1950), su debut tras las cámaras. Para el estudio del leon, realizó varias películas que apuntaban que se trataba de un gran cineasta, contundente, cuando debía serlo; siempre elegante y con estilo, el cual algunos quisieron ver literario, sencillamente, porque la mayoría de sus películas eran adaptaciones de piezas teatrales y novelas. Esto de simplificar y etiquetar es ejercicio común entre los mortales y, como tal, me decanto por hacer lo propio y decir que Brooks fue un director cuyo estilo era cinematográfico. La prueba, sus películas. Las mejores de las suyas, son magistrales lecciones de cine. Solo hay que ver Lord Jim (1965), Los profesionales (The Professionals, 1966), A sangre fría (In Cold Blood, 1967) o Muerde la bala (Bite the Bullet, 1975), todas estas rodadas durante su etapa posterior a Metro, para darse cuenta de ello. Otros ejemplos serían La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a Hot Tin Roof, 1958), El fuego y la palabra (Elmer Gantry, 1960), que fue producida por United Artists, o Banquete de bodas (The Catered Affair, 1956), en las que domina los espacios cerrados para hacerlos completamente cinematográficos. Así escapa del origen escénico de las obras que las inspira y se sitúa en un entorno fílmico en el que sus personajes denotan al tiempo cotidianidad y humanidad. Se distancian del glamour que era la marca de MGM en las décadas anteriores, y se adentran en territorio humano y emocional que se quiere sincero, en conflicto y complejo. Al tiempo, se construye sobre el prestigio y calidad que apuntan los nombres de los autores literarios y de los guiones que, por lo general, eran obra de Brooks. En el caso de Banquete de bodas tres escritores asoman en los créditos: Gore Vidal, que asumió labores de guionista, Paddy Chayefsky, autor de la obra teatral en la que se basa, y el propio Brooks, quien se encargó de la dirección de un film que mira de cara, sin rehuir los conflictos que plantea.

Como el resto de los estudios, la MGM vivía tiempos “extraños”, la televisión ganaba terreno y los gustos habían cambiado. La empresa necesitaba ir a la par de esos nuevos tiempos y uno de los directores llamados a intentarlo fue Brooks. Banquete de bodas es, como anteriormente lo había sido Semilla de maldad (Blackboard Jungle, 1955), un ejemplo de esa intención de adaptarse al presente, además de ser una entrañable película que contó en los principales papeles con Bette Davis, Ernest Borgnine, Debbie Reynolds y Barry Fitzgerald en estado de gracia. La historia propuesta por Brooks-Vidal-Chayefsky es, en apariencia, bastante sencilla, sencillaz que remite a la familia protagonista, formada por Tom (Borgnine), un taxista que sueña tener su propio taxi, y para ello ahorra desde hace doce años, Aggie (Davis), ama de casa entregada, Jane (Reynolds), la hija que anuncia que se va a casar, Eddie (Ray Stricklyn), el hijo, y el tío Jack (Fitzgerald), quien vive con ellos en un pequeño apartamento que confirma su pertenencia a la clase trabajadora. Son una familia de tantas a las que, económicamente, cuesta llegar a fin de mes. Con sus problemas cotidianos, a los que sumar los extraordinarios, que son aquellos que, por inesperados, tambalean la cotidianidad y la monotonía. El anuncio de la boda, tal como la expone Jane, no trastoca demasiado, puesto que anuncia que no quieren celebración ni nada por el estilo. Escuchar eso alivia a Tom, que agradece el ahorrarse los dos o tres mil dólares que estima podría costarle la celebración. Lo alivia, sobre todo, porque ese mismo día, antes de regresar a casa, había abordado con su socio la posibilidad de comprar un taxi; que sería la culminación a años de conducir para mayor beneficio de otros. Con un taxi de su propiedad, sería su propio jefe. Son quinientos dólares de entrada, que debe entregar a finales de semana, pero su mujer le exige que entregue esa misma cantidad a su hija como regalo de bodas.

La noticia acabará por alterar la monotonía del matrimonio y del resto de la familia. Tom y Aggie son seres cansados, en quienes la desilusión parece la tónica, en oposición a la ilusión de Jane, que no desea parafernalias, solo casarse con la persona que le ilusiona; pero Aggie, ante la imagen que puedan hacerse los demás y para no ser menos que los padres del novio (Rod Taylor), dice que le darán un cheque de mil dólares y, con apoyo del tío Jack, acabará por insistir en una celebración que se opone a los deseos del futuro matrimonio y que rompe la cotidianidad familiar. Pero esa es solo la apariencia, tras la que se esconde la frustración de una mujer decepcionada, infeliz, atemorizada por la llegada de la vejez. Lo que podría parecer cercano a lo planteado por Vincente Minnelli en la entretenida y endulzada El padre de la novia (Father of the Bride, 1950) resulta más complejo e hiriente, al mostrar una realidad que contiene tantas como vidas afectadas. No solo se trata de la derrota, ni del victimismo asumido por Aggie, también de la “maldición del dinero”, la de no tenerlo, la de verse amenazados por la mezquindad, por la derrota; no es un tópico, lo que Brooks expone hiere, sucede en la realidad, trastoca y atormenta a seres como Alice, la amiga de Jane, a quien más que compromiso, el ser la dama de honor le genera aflicción y conflicto, al no puede permitirse comprar el traje, porque su marido está en el paro. Circunstancias como esta, o ver cómo su padre debe sacrificar los ahorros de toda una vida y olvidarse de ser su propio jefe, llevan a la hija a poner fin a un banquete que aceptó para hacer feliz a su madre, cegada por su propia frustración, ya no solo por la ausencia de dinero, sino por la vejez que llama a la puerta y la duda de haber vivido condenada sin pensar que no solo ella ha sido la víctima de una existencia insatisfactoria…



miércoles, 22 de mayo de 2024

Busca tu refugio (1954)

Los personajes de Nicholas Ray son hijos del desarraigo en busca de su hogar. Esto parece una constante en su filmografía, incluso él mismo semejaba serlo en su film testamento Relámpago sobre agua (Lightning over Water, Nicholas Ray y Wim Wenders, 1980). El desarraigo no es una opción ni para él ni para los personajes; es una situación de partida y continuidad, una realidad que conlleva pesimismo, melancolía, rebeldía, nostalgia por lo perdido, quizá por lo nunca poseído. En su cine, la violencia es la respuesta ante la violencia y el rechazo sufridos. La casualidad en Ray aventura y conduce a la fatalidad que se descubre en varios de sus films, como la que se presenta tras el encuentro casual entre el crepuscular Matt Dow (James Cagney) y el joven Davey Bishop (John Derek) en Busca tu refugio (Run for Cover, 1954). Como en tantas películas de Ray, en esta también hay viaje: el inicio muestra un jinete solitario que llega de algún lugar distante. Aunque quizá se trate de un viaje a ninguna parte, se comprende que busca y que lleva tiempo errando. Probablemente, aparte de físico, el viaje en Ray sea el sueño del lugar soñado, un lugar idealizado donde asentarse y poder ser. Esa imagen inicial de Matt es la de un solitario en la distancia, puede que cabalgue sin rumbo o en la procura del lugar adecuado donde echar raíces. Para el caso, quizá sea lo mismo. Se acerca sin prisa, su movimiento denota cansancio, experiencia, paciencia. Deja de ser un extraño en la lejanía. Ray lo da a conocer, lo que siempre supone un acercamiento al público, en la intimidad que comparte con Helga (Viveca Lindfords), en su encuentro con Davey y, posteriormente, en el pueblo, ante sus agresores, a quienes recrimina su equivocación, su facilidad de gatillo y su interpretación de la ley. Sienten vergüenza, comprenden que se han equivocado, que ese forastero les dice verdades que no les gusta oír. Pero solo es el arrepentimiento de ese instante en el que Matt concluye diciendo que había llegado allí para saber si era el lugar adecuado donde vivir. Queda claro que se trata de un personaje que ha perdido, pero también es alguien que ha aprendido de la pérdida.

Sin raíces, vaga hasta que llega a ese lugar donde establece lazos afectivos con dos personajes en cierta medida similares a él, puesto que los tres tienen en común la búsqueda de un espacio propio donde sentir la sensación de pertenencia, de haber encontrado o recuperado lo añorado o lo perdido. Matt ha cabalgado por el país, Helga Swenson ha atravesado un océano y media Norteamérica. También ella es una errante que, junto a su padre (Jean Hersholt), no hace mucho se estableció allí. Pero si Helga intenta y quizá logre establecerse, el tercer personaje, Davey, parece condenado a vagar, a dejarse arrastrar por una rebeldía que, emocionalmente incontrolable, puede conducirle al rechazo y apartarle del mundo o enfrentarle a él. En este caso, el joven no es muy distinto de otros jóvenes rebeldes que deambulan, con su desorientación, su imposibilidad y su rechazo a cuestas, por en el cine de Ray: Los amantes de la noche (They Live by Night, 1948), Llamad a cualquier puerta (Knock on Any Door, 1949) o Rebelde si causa (Rebel without Cause, 1955). Davey ha perdido a sus padres y Matt a su hijo, cuya imagen (y la propia de su juventud) le lleva a intentar salvar al muchacho a quien se encuentra antes de que se produzca la segunda casualidad del film: que los empleados de correos los confundan con la banda de asaltantes. La tercera apunta la fatalidad: creyéndoles culpables del asalto, el shérif no les da oportunidad y dispara sobre ellos. Davey cae herido y Matt asume cuidar, proteger y ofrecerle la posibilidad de aliviar el rencor por lo que le hicieron —su cojera se lo recuerda a diario—, pues quiere ayudarle a dejar de compadecerse, a sentirse útil y a olvidar; desea guiarle, para evitarle sus errores, y ofrecerle una oportunidad que lo aleje del resentimiento, de ser un fuera de la ley y de vivir desarraigado, en constante lucha contra el resto y, sobre todo, contra sí mismo…



martes, 21 de mayo de 2024

Corazón de hielo (1950)

Con permiso de Edward G. Robinson, que medía un metro sesenta y cuatro centímetros, y de Humphrey Bogart, cuya verticalidad era de uno setenta y tres; nada mejor en el cine que el metro sesenta y cinco de James Cagney para corroborar aquello de pequeño, pero matón. El actor y bailarín había sido uno de los rostros del gangsterismo cinematográfico de la década de 1930, su Steve Mileaway en La senda del crimen (The Doorway to Hell, Archie Mayo, 1930), su Tom Powers en El enemigo público (The Public Enemy, William A. Wellman, 1931), su Rocky Sullivan en Ángeles con caras sucias (Ángels with Dirty Faces, Michael Curtiz, 1938) o su Eddie Bartlett en Los violentos años veinte (The Roaring Twenties, Raoul Walsh, 1939) lo confirman. A finales de los años cuarenta, alcanzaba la cima del mundo delictivo en la magistral Al rojo vivo (White Heat, Raoul Walsh, 1949), en la que dio vida al edípico Cody Jarrett. Al año siguiente, a través de su productora, produjo la adaptación dirigida por Gordon Douglas —y escrita por Harry Brown— de la novela de Horace McCoy Kiss Tomorrow Goodbye. El papel estaba hecho a su medida o él lo ajustó para lucir su faceta de fuera de la ley. Su personaje, su último hampón para la pantalla, Ralph Cotter, es un criminal, duro, sin el menor escrúpulo, cínico, ambicioso, violento, letal y con el ardor suficiente para seducir a las mujeres o dejarse seducir por ellas, y la sobrada capacidad de convencer y extorsionar a sus socios: la hermana de su compañero de presidio, Jinx, un abogado mestizo, dos policías corruptos… Mediante el chantaje, la violencia o la promesa de dinero es capaz de convencer a quien le venga en gana. Ralph no se detiene ante la amenaza ni ante la Ley, como confirman las imágenes iniciales de la primera analepsis, en la que se explica su fuga y el encuentro con varios de los personajes que en el presente de Corazón de hielo (Kiss Tomorrow Goodbye, 1950) están siendo juzgados.

El gánster al que Cagney da vida, caticaturiza y presta sus rasgos, maneja la situación en todo momento; sabe qué hacer para quitarse de encima a sus rivales y convertirlos en sus “aliados”. Un ejemplo: los dos policías corruptos a quienes graba en una conversación que les incrimina. Aunque no asome en la sala del tribunal donde se abre el film y se presenta a los personajes principales, Ralph Cotter es principio y fin de lo que se ve en la pantalla de Corazón de hielo, un film negro que transita por la corrupción y el crimen, por el engaño y la traición. La historia de Cotter se narra en tiempo ya pasado, al que se accede a través de los testimonios en el tribunal en el que se juzga a seis hombres y una mujer. Falta el octavo, apunta el fiscal; falta el hombre que supo manejarles a todos, después de huir del campo de trabajo donde había sido encerrado. Aunque no aporte nada nuevo al género, el conjunto funciona en manos de Douglas, que era un cineasta que sabía amoldarse a la historia y ajustar el tiempo del relato y acomodarlo al gusto de la “pereza” mental del espectador medio; solo hay que ver parte de su filmografía para descubrir que se trataba de esos directores que, como Phil Karlson o Joseph H. Lewis, eran capaces de plantear, exponer y resolver las tramas con narrativas vigorosas, concisas, sin ínfulas intelectuales ni artísticas; es decir, que no se andaban por las ramas. Así, como buen narrador, logra trampear lo suficiente en la exposición de los hechos para entretener sin que se pretenda más que eso, y eso es lo que consigue en esta muestra de cine negro que, más que negrura, apuesta por golpear duro y por no dejar tiempo para pensar en lo que expone; simplemente, conduce por donde quiere y hacia dónde pretende llegar…



lunes, 20 de mayo de 2024

Estación Central del Brasil (1998)

Parece que fue Cervantes quien primero describió novelísticamente que en el viaje hay acercamiento entre los viajeros. Podría decirse que también fue el primero en escribir una novela de viajes. En ella, recorrió espacios y narró encuentros e historias, así como desarrolló la mutua influencia entre Sancho y don Alonso Quijano, los dos personajes en quienes llega a producirse un intercambio de rasgos de personalidad. En todo caso, en el viaje existe la posibilidad de descubrir y aprender. En ocasiones, también permite llegar a conocerse o el alcanzar la redención, la liberación a la que aspira el “penitente” y cualquiera que sufra o viva encadenado a fantasmas del pasado o del presente. El viaje permite descubrir el paisaje físico y humano. Puede ser emoción y contacto que procura la complicidad de un momento que avanza hacia alguna parte. Quizá los pasos dados no sean los esperados al inicio, mas eso forma parte del recorrido, de las historias que transitan vidas y carreteras, historias como las miles que a diario salen, entran, caminan y aguardan en la estación donde Walter Salles ubica inicialmente Estación Central del Brasil (Central do Brasil, 1998). Salles se detiene en ese espacio de tránsito para fijar el objetivo de su cámara en Dora (Fernanda Montenegro), a quien presenta laborando y engañando un día más a decenas de cuerpos y rostros que se le acercan ilusionados o frustrados para pedirle que ponga letra a sus voces, a sus pensamientos, a sus sentimientos. Maestra jubilada, Dora se gana la vida escribiendo cartas para viajeros que no saben leer ni escribir, cartas que romperá o relegará al olvido. De ese modo, decide sobre la vida de otros, pero también se hará cargo de Josué (Vinícius de Oliveira), el niño que la cala cuando acude a ella, en compañía de su madre, para que escriba al padre a quien no conoce y desea conocer…

Galardonado con el Oso de Oro en Berlín, el tercer largometraje de Walter Salles supuso su salto a la fama mundial y uno de los mayores éxitos del cine brasileño. También fue el descubrimiento para el público internacional de la veterana actriz Fernanda Montenegro, quien había debutado en la serie televisiva A Muralha (1954) y protagonizado películas como La fallecida (A falecida, Leon Hirszman, 1965) o Tudo ben (Arnaldo Jabor, 1978), y fue premiada en el mismo certamen. Ella da vida a Dora. La hace cercana y le confiere cierta ambigüedad, la que se supone nace de su amargura, de su sensación de abandono, el que reconocerá en Josué tras el accidente mortal de la madre, atropellada a la salida de la estación. La proximidad del huérfano ablanda a la antigua maestra, o eso semeja, pues se muestra generosa, aunque resulta una generosidad engañosa que busca su beneficio. Los primeros minutos apuntan que niño y adulta son personajes familiares para el público, similares a otros ya vistos con anterioridad. Se conoce de antemano cuál será su evolución, y que esta será acorde a la “sensibilidad” establecida, una evolución que se quiere sensible y emotiva, con un guiño a la esperanza; algo así como que “al final, todo irá mejor para los olvidados”, que dejarán de serlo y encontrarán su lugar. Pero no lo hallarán en ese primer momento, cuando Dora todavía resulta mezquina y culpa a los hombres (por el amor-odio a la imagen de su padre) de sus males y de los de mundo. En ese instante, vive acorazada, aislada, y actúa exclusivamente para su beneficio, sin importarle que sea a costa de las carencias y los deseos de sus clientes. De ese modo, no sorprende cuando vende al niño a una organización clandestina que hará negocio vendiendo sus órganos o vendiéndolo en adopción. En todo caso, Salles apunta que Dora no es una mujer ruin, sin sentimientos, ni ajena a los remordimientos. Solo que ha decidió no sentir, para así evitar sufrir. Se atisba su humanidad en su relación con Iréne (Marília Pêna), su única amiga y su único lazo emocional; de modo que se arrepiente y busca a Josué, su víctima y la de un mundo insolidario, feroz. La protagonista sufrirá su transformación, tal vez su depuración, recuperará gracias al niño parte de la inocencia perdida en una vida de golpes que la habría convertido en el ser que se observa al inicio del recorrido. Lo dicho, en todo viaje que se precie se produce un cambio, ya no solo geográfico, sino humano. Dora evoluciona al tiempo que lo hace Josué; y dicha evolución implica el acercamiento y la comunión entre ambas partes, el aprendizaje mutuo y, sobre todo, ese contacto humano que depara el cariño, la relación materno-filial que da sentimiento a las imágenes más intimas de un viaje que se aleja de la gran urbe para adentrarse por espacios áridos, primitivos, subdesarrollados, donde un viajero cualquiera podría encontrarse con los descendientes de desheredados como los que caminan por Vidas secas (Nelson Pereira dos Santos, 1963)…



sábado, 18 de mayo de 2024

Relatos salvajes (2014)


Stanley Kramer tituló una de sus comedias El mundo está loco, loco, loco, loco (It’s a Mad, Mad, Mad, Mad, World, 1963), título que caería bien a Relatos salvajes (2014). Pero el motor de este popular film episódico del argentino Damián Szifron no es el dinero, aunque en cualquier sociedad capitalista, o no capitalista, el dinero, la economía, sea el motor del sistema y, por tanto, el que mueve el conjunto y genera los distintos ritmos de vida. Sitúa a unos arriba y a otros abajo, también hay a quien ubica entremedias; claro que la “cosa” es más compleja, siempre lo es. El individuo vive determinado por las diferencias y las normas inculcadas por dicha sociedad; es decir, vive condicionado por un sistema cerebral creado para ejercer control sobre quienes lo forman. No hay posibilidad de escape, salvo para el ermitaño o los marginales expulsados del mismo. Pero los personajes de Relatos salvajes, al menos por un instante (el cinematográfico), estallan y se apartan de los condicionantes y de la lógica. Son viscerales, se dejan llevar por el instinto de supervivencia, por la venganza, por el miedo, por la ira o por la bestialidad y, en cierto modo, se liberan. Dejan de ser razonables. El Jekyll que hasta entonces dormitaba asoma feroz y desplaza la tranquilidad aparente en la que se inicia cada episodio de Relatos Salvajes para llevar las distintas situaciones al caos e incluso a la liberación, la catarsis. El sosiego y el control desaparecen, dejan su lugar a la irracionalidad desatada, cuando no al salvajismo instintivo que intenta prevalecer en una lucha por la supervivencia. Por un instante, son animales acorralados cuya ferocidad se desata contra el sometimiento, la estupidez humana, el desengaño, la traición, entre otros aspectos. Las historias exponen desobediencia civil, corrupción, violencia, lucha a muerte, indignación, la de los oprimidos, desencantados, ninguneados, “puteados”… La mayoría de los personajes pretenden vengarse por oprobios sufridos, tal vez por el lugar que les ha tocado en el mundo o el que les han obligado a ocupar. Quizá sea la fuerza de los sometidos, de los burlados de siempre, pero no por estallar dejarán de ser los burlados. Algo así le dice la mujer a “Bombita”; pero se olvida de que a su marido le llega con la satisfacción y el placer que le genera liberarse. Probablemente, nada cambiará tras esa liberación momentánea, pero, para “Bombita”, la satisfacción de dejar de padecer la burla del sistema es recompensa suficiente: siente que ha sobrevivido y vencido a un sistema kafkiano. La víctima se transforma en victimario y, aunque para la sociedad todo seguirá igual, para los personajes involucrados todo será distinto o ya no será. Para bien o para mal, por un instante, han dejado de ser autómatas; despiertan a ser víctimas o verdugos; quizá ambas.


Como suele suceder en los films compuestos por diferentes historias, las hay mejores y peores, pero los seis cortometrajes que, expuestos uno tras otro, dan forma de largometraje de Szifron, comparten indignación, violencia, humor negro y un eco que resuena a ya visto, más allá de encontrar su posible inspiración en la serie televisiva Cuentos asombrosos. Viendo sus episodios, me viene a la mente Diez negritos (And Then There Were None, René Clair, 1945), El diablo sobre ruedas (Duel, Steven Spielberg, 1971), Un día de furia (Falling Down, Joel Schumacher, 1993), Ciudad en sombras (Dark City, William Dieterle, 1950) o Tres monos (Üç maymun, Nuri Bilge Ceylan, 2008), pero solo se trata de una “venida” fruto de mi subjetividad como espectador, que reconoce aspectos comunes que las relaciona con Pasternak, Las ratas, El más fuerte, Bombita, La propuesta, Hasta que la muerte nos separe. Las seis partes encuentran su desahogo en la violencia, en la venganza, en el lado irracional de vidas que despiertan a un instante que funciona como desahogo, pero que, visto en conjunto, no deja de ser un ahogo que podría llevar a cuestionarnos si nuestra sociedad ha llegado a un estado enfermizo o siempre ha estado enferma; o simplemente no hay enfermedad, solo pequeños brotes de malestar que se curan para las víctimas de los relatos cuando, tras sentirse heridos o verse acorralados o desesperados, se convierten en verdugos. Y de ese modo, Relatos salvajes va quemando sus naves y jugando la baza del impacto, pero, transcurrido el segundo episodio, la resolución de los sucesivos ya no sorprenden, pero eso no es lo que importa sino lo que cuenta y el mundo que muestra donde la corrupción, el dinero, la burocracia, la insolidaridad, las diferencias de clase, las mentiras y engaños… dominan y aplastan; aunque todavía parece existir esperanza o, al menos, una liberación momentánea…




viernes, 17 de mayo de 2024

Leopoldo Torre Nilsson, por un cine de autor

Hubo un antes y un después de la irrupción de Leopoldo Torre Nilsson en la cinematografía argentina, de eso no cabe duda. Empleando un término un tanto impreciso en cine, fue el primero que quiso hacer un cine de “autor” o, dicho de otro modo, quiso realizar un cine personal en el que se encargaba de controlar todos los aspectos de la obra desde la elección y escritura del guion hasta el montaje, pasando, claro está, por la filmación. Había encontrado en el cine su medio de expresión artística y resultó ser un cineasta ambicioso: quiso renovar la cinematografía argentina y dotarla de calidad y auparla a un nivel internacional que la situase entre las más prestigiosas. Tampoco se discute que sea uno de los nombres imprescindibles del cine argentino, de los más destacados de las décadas de 1950, 1960 y 1970. Aunque había hecho su primera película diez años antes, fue La casa del ángel (1957) la que le dio a conocer internacionalmente. Con ella, situó al cine argentino en un contexto mundial del que no había gozado hasta entonces. Esta posición la refrendó en La mano en la trampa (1961), que la crítica internacional reconoció en Cannes con el premio FIPRESI. Su padre, Leopoldo Torres Ríos, era director de cine, y su tío Carlos, operador, lo que le supuso un temprano encuentro con el medio al que dedicó su vida profesional y creativa; aunque reconociese que en su adolescencia acudir a los rodajes le resultaba aburrido; incluso aborrecible. Hombre culto y de formación literaria, le gustaban escritores como James Joyce y Marcel Proust, este director y escritor bonaerense trabajó de asistente en varias películas paternas antes de debutar en la dirección de largometrajes en El crimen de Oribe (1950), el cual codirigió con su padre. Durante aquel contacto directo, se había familiarizado con la técnica cinematográfica, con el interés humano que evidenciaba su padre, y con los entresijos de la industria a la que daría un nuevo aire; tímidamente, a partir de Graciela (1956), su adaptación de Nada, la novela de Carmen Laforet, y ya definitivo cuando inicia su colaboración con otra escritora: Beatriz Guido, con quien mantuvo una relación sentimental desde 1951 hasta 1978, año del fallecimiento del director. Con ella colaboró en veintiuna películas, desde La casa del ángel (1957) hasta Piedra libre (1976), la última película de Torre Nilsson, siendo la más reconocida La mano en la trampa (1961), coproducción hispano argentina basada en la novela de Guido, de quien también adaptaría La casa del ángel, La caída, Fin de fiesta. Su cine, influenciado por su cinefilia y sus conocimientos literarios, resulta de los más personales de entonces. En su vertiente más personal, pues también tuvo que hacer concesiones a la industria —en las por él llamadas “películas crisis”—, es reconocible en su deambular entre el drama psicológico y el social. El carácter introspectivo de su cine, su tendencia al barroquismo, y no en pocas ocasiones de cierto gusto por lo onírico, su gusto por la literatura, la psicología de sus personajes, admiraba la capacidad psicológica de la novela y la quería desarrollar en la pantalla, abrían un nuevo periodo de la cinematografía argentina, influyendo en futuros directores como Leonardo Favio, entre otros grandes que le siguieron cronológicamente…



jueves, 16 de mayo de 2024

Golgo 13: El profesional (1983)

El manga creado por Takao Saitô en 1968 dio pie a otro de los títulos más conocidos del anime japonés de la década 1980. Su personaje había sido adaptado con anterioridad a la pequeña pantalla en 1971, en la serie televisiva Gorugo 13, y a la grande en Gorugo 13 (Jun’ya Satô, 1973), protagonizada por Ken Takakura. Posteriormente, otra estrella del cine de acción japonés, Sonny Chiba, encarnaría a este asesino inspirado en James Bond en Golgo 13. Asignación Kolwoon (Gorugo 13: Kûron no kubi, Yukio Noda, 1977); pero quizá sea Golgo 13: El profesional (Gorugo 13, Osamu Dezaki, 1983) la más lograda hasta la fecha; al menos estéticamente hablando. Además, la de Osamu Dezaki pasa por ser de las primeras películas de animación en usar imágenes generadas por ordenador —la primera vez que se uso CGI fue para los créditos de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) realizados por Saul Bass y animados por John Whitney—, lo cual tampoco dice nada sobre una película que gira en torno a la venganza que pretende el millonario que ha perdido a su hijo, asesinado por Golgo 13. Se trata de una animación que pretende una tonalidad adulta, cuya estética busca entre las sombras, el desnudo femenino y la violencia, pero su tono carece de humor e ironía y de formas y fondo sensible y emocional que le dé mayor sentido al conjunto —la frialdad o la contención emocional del film sería la proyección externa de la interioridad del protagonista—, como el que se puede descubrir en las películas que Miyazaki o Takahata, por citar dos nombres propios que estaban aupando el anime a la categoría de poesía animada. Dezaki mira a occidente, aunque le cae más cerca Seijun Suzuki, y se toma demasiado en serio, cuando tanto su personaje principal como la trama no dejan de ser caricaturas de caricaturas ya vistas. El protagonista, Duke Togo, es un asesino profesional conocido como Golgo 13, pero no por actuar fuera de la ley, cargándose gente por dinero, deja de ser el héroe de la función, pues, emulando el estilo del 007 de Sean Connery, pero sin su elegancia ni su aquel, es un tipo duro, infalible, frío, letal, irresistible para las mujeres y con una ética profesional fuera de toda duda, pues, como el agente con licencia para matar, siempre cumple el encargo…



miércoles, 15 de mayo de 2024

Impacto (1948)


Más que por aclarar el significado del sustantivo que da título a la película, sospecho que Arthur Lubin introduce la definición de Impacto (Impact, 1948), antes de que empiece la acción del film y de que sepamos un mínimo sobre su trama, para abrir su historia a lo inesperado, al suspense, y para generar la sospecha de choque, incluso de la “fatalidad” que no se cumple. Dicha “fatalidad” es un abstracto que, cinematográficamente hablando, se asocia al cine negro y trae a la mente la imagen de una pareja arrastrada por el destino, por ejemplo Los amantes de la noche (They Live by Night, Nicholas Ray, 1948), o la de un individuo que, sugestionado y manipulado por la figura de la mujer fatal, pierde el control sobre su existencia e inevitablemente se deja conducir hacia su fin; ejemplares de este tipo de fatalismo son Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944), El cartero siempre llama dos veces (The Postman Always Rings Twice, Tay Garnett, 1946) y Retorno al pasado (Out of the Past, Jacques Tourneur, 1947). Mas adelante, en películas como Sin remisión (Caged, John Cromwell, 1950), el centro de dicha fatalidad será la figura femenina, engañada, condenada, encerrada y abandonada a su suerte. Lo más interesante de Impacto también es la presencia de una figura femenina encerrada, pero la interpretada por Helen Walker es quien engaña, aunque sea inocente del crimen que se le acusa y por el cual la encierran hasta que se presenta su marido, a quien creían muerto. Pero Lubin se decanta por un tono más ligero, en exceso artificioso. Tampoco siente la necesidad de crear una atmósfera de imposibilidad, ni de perdición, pues el film carece de ella. Su puesta en escena obedece al suspense con el que pretende entretener (y, según quien, logra entretener). Antes de plantear el conflicto, explica el término en relación a lo que se verá en la pantalla. Lo define como <<la fuerza con la que dos vidas pueden encontrarse. A veces para bien, a veces para mal>>. Eso es impacto, una colisión entre personas que provoca chispas y desata pasiones, algunas destructivas y otras edificantes, todas ellas irracionales. No se puede razonar lo pasional, ni prever, ni explicar a priori porqué se desata, salvo que en el film todo semeja calculado y dicho impacto no lo parece. Cierto que se produce el encuentro entre dos vidas y más vidas, vidas que alteran su curso a raíz del choque; pero Impacto carece de comisión y de negrura. La exposición de Lubin no genera atmósfera alguna, se limita a crear una situación y, a partir de la misma, introduce la intriga, pero sin ir demasiado lejos. Se queda en una zona que no incomoda, ni profundiza en la relación de los personajes. Iréne (Helen Walker) es un estereotipo y Marsha (Ellen Raines) apenas un adorno que hace acto de presencia para reconducir la vida del protagonista, guiándolo hacia el lado correcto; pues es ella quien le convence para que se presente ante la ley y declare que sigue vivo. Por su parte Walter Williams, el protagonista y víctima de la historia, gana ambigüedad en la presencia del actor que le da vida: Brian Donlevy. Sin embargo, solo es un destello, ya que se trata de un personaje plano; solo apariencia. Su presentación habla por sí sola: fiero en su negocio y un corderito en manos de Iréne, su mujer, cuya engañosa dulzura esconde el rostro de quien desea deshacerse de su marido. Esa es su intención: planifica el crimen junto a Jim (Tony Barrett). Iréne quiere su libertad sin renegar a la fortuna de Walter, pero ignora, o no tiene en cuenta, que el destino puede dar al traste con todo y hacerla su prisionera. Eso también es fatalidad, pero la suya o la de cualquier personaje del film resulta insípida, pues lo que prevalece es el suspense o el interrogante de qué pasará; un interrogante cuya respuesta se sabe de antemano.