Con permiso de Edward G. Robinson, que medía un metro sesenta y cuatro centímetros, y de Humphrey Bogart, cuya verticalidad era de uno setenta y tres; nada mejor en el cine que el metro sesenta y cinco de James Cagney para corroborar aquello de pequeño, pero matón. El actor y bailarín había sido uno de los rostros del gangsterismo cinematográfico de la década de 1930, su Steve Mileaway en La senda del crimen (The Doorway to Hell, Archie Mayo, 1930), su Tom Powers en El enemigo público (The Public Enemy, William A. Wellman, 1931), su Rocky Sullivan en Ángeles con caras sucias (Ángels with Dirty Faces, Michael Curtiz, 1938) o su Eddie Bartlett en Los violentos años veinte (The Roaring Twenties, Raoul Walsh, 1939) lo confirman. A finales de los años cuarenta, alcanzaba la cima del mundo delictivo en la magistral Al rojo vivo (White Heat, Raoul Walsh, 1949), en la que dio vida al edípico Cody Jarrett. Al año siguiente, a través de su productora, produjo la adaptación dirigida por Gordon Douglas —y escrita por Harry Brown— de la novela de Horace McCoy Kiss Tomorrow Goodbye. El papel estaba hecho a su medida o él lo ajustó para lucir su faceta de fuera de la ley. Su personaje, su último hampón para la pantalla, Ralph Cotter, es un criminal, duro, sin el menor escrúpulo, cínico, ambicioso, violento, letal y con el ardor suficiente para seducir a las mujeres o dejarse seducir por ellas, y la sobrada capacidad de convencer y extorsionar a sus socios: la hermana de su compañero de presidio, Jinx, un abogado mestizo, dos policías corruptos… Mediante el chantaje, la violencia o la promesa de dinero es capaz de convencer a quien le venga en gana. Ralph no se detiene ante la amenaza ni ante la Ley, como confirman las imágenes iniciales de la primera analepsis, en la que se explica su fuga y el encuentro con varios de los personajes que en el presente de Corazón de hielo (Kiss Tomorrow Goodbye, 1950) están siendo juzgados.
El gánster al que Cagney da vida, caticaturiza y presta sus rasgos, maneja la situación en todo momento; sabe qué hacer para quitarse de encima a sus rivales y convertirlos en sus “aliados”. Un ejemplo: los dos policías corruptos a quienes graba en una conversación que les incrimina. Aunque no asome en la sala del tribunal donde se abre el film y se presenta a los personajes principales, Ralph Cotter es principio y fin de lo que se ve en la pantalla de Corazón de hielo, un film negro que transita por la corrupción y el crimen, por el engaño y la traición. La historia de Cotter se narra en tiempo ya pasado, al que se accede a través de los testimonios en el tribunal en el que se juzga a seis hombres y una mujer. Falta el octavo, apunta el fiscal; falta el hombre que supo manejarles a todos, después de huir del campo de trabajo donde había sido encerrado. Aunque no aporte nada nuevo al género, el conjunto funciona en manos de Douglas, que era un cineasta que sabía amoldarse a la historia y ajustar el tiempo del relato y acomodarlo al gusto de la “pereza” mental del espectador medio; solo hay que ver parte de su filmografía para descubrir que se trataba de esos directores que, como Phil Karlson o Joseph H. Lewis, eran capaces de plantear, exponer y resolver las tramas con narrativas vigorosas, concisas, sin ínfulas intelectuales ni artísticas; es decir, que no se andaban por las ramas. Así, como buen narrador, logra trampear lo suficiente en la exposición de los hechos para entretener sin que se pretenda más que eso, y eso es lo que consigue en esta muestra de cine negro que, más que negrura, apuesta por golpear duro y por no dejar tiempo para pensar en lo que expone; simplemente, conduce por donde quiere y hacia dónde pretende llegar…
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