martes, 11 de febrero de 2014

El último emperador (1987)


Si alguien gusta de numerar las curiosidades relacionadas con las películas, probablemente dirá que 
El último emperador (The Last Emperor, 1987) pasa por ser la primera película occidental de ficción rodada en el interior de la Ciudad Prohibida, y después quizá exprese que ganó tantos premios y que se trata de la adaptación que Bernardo Bertolucci realizó sobre la autobiografía que el propio Pu-Yi escribió hacia el final de sus días. Bien, el curioso imaginario ha cumplido su función de introducir el comentario sobre esta biopic sobre el emperador chino, el último, centro de atención de las tres horas de metraje de un film que lo descubre como un individuo condenado a ser una marioneta del destino y de los intereses dominantes en cada una de las etapas en las que el cineasta italiano detuvo su atención (ya fuese a la temprana edad de dos años, cuando es apartado de su madre para ser entronizado, o mucho tiempo después, cuando los japoneses lo utilizan como monarca-títere de Manchukuo, nombre asumido por el país surgido en la Manchuria ocupada). El último emperador se inicia en la década de 1950, con el intento de suicidio de un hombre condenado por el régimen comunista a permanecer en una prisión estatal hasta que sea declarado útil para la nación. Pero este individuo no es uno más entre los centenares de presos sometidos al intenso programa de condicionamiento con el que se pretende que algún día sirvan a la nueva ideología. Dentro de este ambiente carcelario Pu-Yi (John Lone) se muestra sumiso, aunque niega las evidencias de las que se le acusa. No obstante, en la intimidad de su celda, se le descubre rodeado de criados que cumplen sus deseos como si para ninguno de ellos nada hubiese cambiado respecto al año 1908, cuando el prisionero no era más que un niño de dos años que llegó al palacio imperial para ser proclamado <<Hijo del cielo>> y <<Señor de los diez mil años>>. Mediante el uso de los saltos temporales, que una y otra vez regresan al presente del emperador destronado, encarcelado y obligado a responder de crímenes contra el pueblo chino, se descubren instantes vitales como su separación forzosa de la figura materna, su vida dentro de la Ciudad Prohibida, donde crece convencido de su poder sobre los demás, sus relaciones sentimentales con sus dos esposas o el encuentro con Reginald Johnston (Peter O'Toole), quien, convertido en su tutor, observa en el joven monarca a un esclavo del mundo ficticio y aislado en el que vive. Con la sucesión de hechos e imágenes se comprende que el tiempo transcurre privándolo de aspectos básicos: infancia, amistad, compañía de otros niños o el calor de una familia, siendo su único y dudoso consuelo un rango que únicamente le proporciona soledad, que se ve potenciada por la silenciosa presencia de eunucos adiestrados para cumplir cuanto se le antoje. A este muchacho, aparentemente todopoderoso y occidentalizado, se le niega la libertad al serle impuesta su privilegiada posición, desde la que se moldea tanto en pensamiento como en comportamiento. Pero los cambios políticos y sociales se suceden imparables, instaurando en China una república, aunque esta nueva situación política no le libera, sino que le retiene como símbolo dentro de los muros donde se hace adulto sin poder elegir o sin poder contactar con el exterior. Por aquel entonces la educación del joven monarca se completa con la presencia del británico, que se convierte en una especie de amigo que siembra en el muchacho la necesidad de traspasar los muros de la Ciudad Prohibida, pero a esas alturas las cadenas de Pu-Yi son inquebrantables, pues nacen de su sentimiento de superioridad y de su necesidad de recuperar la posición que cree corresponderle por derecho. El último emperador transcurre en un constante aprendizaje, pero también en el castigo que Pu-Yi sufre desde su coronación hasta que, convertido en un anciano jardinero, se le considera reeducado y listo para servir a una nación en la que continúa dominando la inestabilidad social.

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