miércoles, 12 de febrero de 2014

Tarántula (1955)


La ciencia, signo de progreso, de repente también se transforma en posibilidad de destrucción masiva. Las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki lo confirman y las pruebas nucleares lo reafirman. En el cine, una de estas pruebas despierta a Godzilla, monstruo de tiempos remotos que amenaza en la era atómica para insistir en los peligros del uso bélico del átomo. El film de Ishiro Honda advierte al tiempo que divierte. Se trata de una combinación que funciona en su mezcla de fantasía y tono documental, un tono que le aleja del romanticismo de King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933) y abre nuevas vías para el cine de monstruos gigantescos que aparecen como consecuencia de la ciencia empleada con fines militares o debido a la experimentación científica. Sea consecuencia de una u otra, el ser humano empequeñece y se encuentra indefenso ante la “realidad” que asoma en la pantalla de la ciencia-ficción de la década de 1950. Durante ese decenio proliferan los “bichos” letales más allá de los cazadores de brujas de uno y otro lado del telón de acero. En el cine, los “bichos” hacen las delicias del público que acude a las salas para dejarse asustar y sorprender por ellos. Panic! Amazing! Terrifying! Son las monstruosas criaturas que amenazan a los personajes de reparto, pues el protagonismo recae en los monstruos, al menos como el principal reclamo publicitario de este tipo de producciones, las cuales, en ocasiones señaladas, como sucede con Godzilla, son algo más de lo que su apariencia indica. En ellas se cuela algo de realidad o, cuando menos, algunas cuestiones que preocupan en la realidad de fuera de la pantalla: la guerra fría, el poder del átomo, el envejecimiento y la esperanza de vida humana, la mortalidad, la superpoblación, la insignificancia frente al universo de dimensiones desconocidas, la angustia que, aun acallada por las drogas, los espectáculos o una vida dedicada esclusivamente al trabajo y a acumular bienes innecesarios, pero placenteros, no deja de manifestarse... En todo caso, parece que coinciden en tomar la ciencia como la excusa que pone en marcha las aventuras que proponen a partir del poder creativo y destructivo de la ciencia, en menor o mayor escala, así como asoma la figura del científico que, buscando crear, puede llegar a destruir.


Esa doble cara de la ciencia desvela pros y contras, y a estos se ha de enfrentar la humanidad en peligro y, en particular, el científico que se erige en salvador, después de caer en la cuenta de haber sido parte responsable. No siempre sucede así, puesto que existen variables: científicos locos (“mad doctor”), otros que se ven superados por su ambición y aquellos que solo son héroes. En todo caso, hay ejemplos dispares, sin ir más lejos en dos producciones de James Whale: El doctor Frankenstein (1932) —buscando la inmortalidad, en un mundo donde ya no existe la certeza de una divinidad que prometa la vida eterna, Frankenstein juega a ser dios—, y en El hombre invisible (The Invisible Man, 1933), cuyo hombre de ciencias, en su intención de ayudar al mundo, acaba destruyéndose tras hacernos pasar un buen rato (al menos, en mi caso). El primero es un tipo aparte, pero el segundo sirve de prototipo que anuncia la llegada del científico cinematográfico que se pone de moda más adelante, aquel que prueba consigo mismo y sufre las consecuencias, un científico que puede ser del tipo Jekyll, con el que entraríamos en un terreno de intimidad dual y compleja, el modelo Metrópolis (Fritz Lang, 1927), la razón (sin emoción ni corazón) controladora de la sociedad, o como el profesor de ¡Tarántula! (Tarántula!, Jack Arnold, 1955), cuya ambición no es egoísta, al contrario, nace de su búsqueda de beneficiar a la humanidad. Y aquí entra la realidad en la pantalla, puesto que su investigación tiene un fin concreto, que sería y es una preocupación a nivel mundial: la alimentación y la superpoblación mundial. Ante este problema surge la necesidad de experimentar en busca de soluciones para futuras hambrunas. Encontrar nutrientes se hace prioritaria, pues hay que dar de comer a todo el planeta sin que este se resienta. Aparte de quimera, esto también funciona como excusa para la ciencia-ficción, para situar en ella a científicos que, buscando salvar al mundo, lo ponen en peligro creando otros monstruos gigantes que se convierten en clásicos de la ciencia-ficción cinematográfica de los años 50, cuando Jack Arnold se convierte en uno de sus mejores exponentes cinematográficos. Hay algo más que apariencia en los films de Arnold, pero sabe introducir sus temas sin que llamen la atención y la aparten de la acción.


El desierto, espacio recurrente en la ciencia-ficción cinematográfica de la década de 1950, asoma en Vinieron del espacio (It Come from Outer Space, Jack Arnold, 1953), en La humanidad en peligro (Them!, Gordon Douglas, 1954) o en Tarántula, cuyo arranque se produce en una aridez desértica similar a la expuesta por Douglas en su mítica película. Así, Arnold abre su film a un paraje desolado, amenazante, donde surge una figura solitaria, víctima de una extraña mutación que no tarda en provocar su muerte. Este fallecimiento, sin explicación aparente, plantea los interrogantes a los que el doctor Matt Hastings (John Agar) no encuentra respuesta. Carece de explicación científica, ni se precisa para lo que se verá a continuación, pues se trata de una producción de serie B que no busca explicaciones científicas, sino que pretende entretener. Pronto se comprende que el cuerpo desfigurado no es un extraño, sino uno de los colaboradores del profesor Deemer (Leo G. Carroll), el científico que, en la soledad del desierto, investiga, desarrolla y experimenta con un nutriente que acelera el crecimiento de los organismos vivos. Aunque su intención sea loable, al menos eso se interpreta cuando dice que intenta resolver el problema de una hipotética hambruna futura, no comprende que experimenta con algo que, como mandan los cánones del género, se le escapa de las manos, como también les ocurre a otros científicos tan destacados de la sci-fi como podrían ser los de El cerebro de Donovan (Donovan’s Brain, Felix E. Feist, 1953) o La mosca (The Fly, Kurt Neumann, 1958). Y como sucede con los proyectos en los que trabajan estos hombres, obsesionados con sus estudios científicos, el experimento de Deemer acaba convirtiéndose en un peligro mortal cuando él y su otro ayudante forcejean en el laboratorio, donde, entre otros objetos, se rompe la jaula de cristal de la que escapa una tarántula en pleno desarrollo, y que, libre por fin, estirará las patas sembrando el pánico por la zona. Hasta este instante el peligro parece provenir de la figura del científico, hecho que parece catalogarlo dentro del grupo de los mad doctors, sin embargo, hacia el último tramo del metraje, su presencia pierde importancia en beneficio del arácnido, el verdadero enemigo al que se enfrentan Hastings y compañía, aunque con sus medios se ven incapaces de destruir a una criatura de tamaño descomunal, lo que provoca la intervención de las fuerzas aéreas comandadas por un piloto interpretado por aquél que, años después, alcanzaría la fama al prestar su rostro al hombre sin nombre de los westerns de Sergio Leone. Aludida la fugaz presencia de Clint Eastwood en Tarántula, decir que la historia narrada por Arnold se expone de manera sencilla, pero esta aparente simplicidad argumental es la que realza el encanto de una película en la que se mezcla la figura del "científico loco", obsesionado y entregado a su labor, con la amenaza que supone ver en la línea del horizonte a una criatura de ocho patas que crece proporcional al menguar del increíble protagonista de la mejor producción de Arnold.



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