Piel de serpiente (1960)
Descubrir a Marlon Brando y a Anna Magnani compartiendo escena y encuadre puede que ya compense el visionado de Piel de serpiente (The Fugitive Kind, 1960). Pero esta película, en la que Sidney Lumet adaptaba la obra de Tennessee Williams La caída de Orfeo (Orpheus Descending, 1957) y a la que se le suma la presencia de Joanne Woodward, es más que la oportunidad única de comprobar si existe química entre dos mitos del celuloide, y entre las dos escuelas de actuación a las que cada cual representa: Brando, el método —cuyo aprendizaje se desarrolló en el Actor's Studio—, y Magnani, de natural autodidacta, que se hizo a sí misma, personaje a personaje, desde sus comienzos a finales de la década de 1920 hasta alcanzar su esplendor en films de Roberto Rossellini o de Luchino Visconti. Actor y actriz protagonizan junto a la extraordinaria Joanne Woodward esta adaptación cinematográfica que no desmerece respecto a las llevadas a la pantalla por Joseph L. Mankiewicz, Elia Kazan o Richard Brooks a partir de otras piezas del prestigioso dramaturgo estadounidense. Quizá Piel de serpiente incluso las supere en ciertos aspectos, a pesar de no haber alcanzado la fama de Un tranvía llamado deseo (A Streetcar Named Desire; Elia Kazan, 1951) o La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a Hot Tin Roof; Richard Brooks, 1958), pero en ella encontramos constantes que reaparecen una y otra vez en el universo del dramaturgo: el deseo, la represión, el racismo —que descubrimos en varios habitantes de la pequeña ciudad sureña donde se desarrolla el drama—, las frustraciones o la violencia latente que forman parte de la sombría atmósfera que envuelve el espacio que la cámara encuadra. Antes de que asomen los títulos de crédito, Lumet presenta a Val Xavier (Marlon Brando) entre rejas, en una jaula de la que sale para darse a conocer a través de los ojos y de las preguntas de un juez que nunca vemos, porque es la cámara. En ese instante comprendemos que el protagonista está atrapado en una vida de la que quiere escapar. Quiere dejarla atrás, abandonar para siempre los ambientes y las compañías que hasta entonces ha transitado, locales e individuos que no veremos, pero cuyo recuerdo precipita la decisión del guitarrista de alejarse de la podredumbre moral que encontró en su pasado. Val busca su redención, busca un entorno humano positivo, un trabajo estable, el amor y el nuevo renacer que, sin ser consciente de que no existe para él, lo llevará directamente al infierno de rencor y llamas, simbólicas y reales, que amenaza con destruir cualquier atisbo de inocencia, pureza y decencia, como ya ha sucedido con Carol (Joanne Woodward). Val es el Orfeo de Williams, un personaje trágico que desciende al averno cuando llega a la pequeña ciudad donde busca ocupación laboral y donde encuentra a Lady (Anna Magnani), amargada por su condena a vivir entre las sombras, a sentir el dolor del pasado y del presente en ese infierno de violencia contenida y de racismo aceptado, un infierno donde la presencia del forastero parece liberarla de su derrota y de su marido (Victor Jory). Pero, cual tragedia griega —vista desde la perspectiva teatral de Williams y cinematográfica de Lumet—, la película avanza hacia el imposible que por momentos parece ser posible, en instantes durante los cuales las sombras que semiocultan el rostro de Lady se mitigan ante la luz que Val trae consigo. Él es diferente al resto, y dicha diferencia no pasa desapercibida ni para esta mujer endurecida por el paso del tiempo y de los hechos pasados ni para Carol, <<pajarillo sin patas>> que no puede dejar de volar y también víctima de ese espacio (in)humano anclado en la desigualdad, los prejuicios, el odio y el rechazo.
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