La disparidad de criterios a la hora de valorar cualquier película (o cualquier muestra artística y expresiva) la enriquece o puede que la riqueza de la película (u otro medio de expresión) sea la responsable de generar dicha disparidad. En ambos casos, bienvenida sea, ya que puede aportar perspectivas que quizá hayan pasado desapercibidas con anterioridad. Por otra parte, para que estas diferencias de opiniones sean productivas, habría que hacer hincapié en que es importante aceptar la subjetividad de quien interpreta y la necesidad de presentarlas desde criterios que se alejen de simplismos que descalifiquen una película porque carece de color o de sonido, de altos presupuestos, de rostros conocidos, del es vieja o está realizada en tal sitio, o vayan ustedes a saber qué más. Si me dejase llevar por estos prejuicios, apenas vería cine, y mucho menos podría descubrir ese que me proporciona un algo más que solo consumir estrenos que acaparan las carteleras; que en ocasiones pueden llegar a ser estimulantes, e incluso excelentes películas, aunque no por norma general. Esas pocas grandes películas que se estrenan cada año son insuficientes, al menos no calman mi necesidad de descubrir esa otra cara del cine que se mantiene oculta o que ha caído en el olvido del tiempo, excepto para la minoría que la rescata, la disfruta y desvela su existencia a otras personas, para que estas decidan si eligen verlas y juzgarlas por sí mismas. De no ser así, de no buscar e intentar encontrar, correría el riesgo de pasar por alto películas que me han aportado algo más que un breve instante que se esfuma antes de que concluya. Por suerte, ese algo más está ahí, para quien, con un poco de esfuerzo quizá, quiera descubrirlo, un algo más que también hallé en Calor (Znoj, 1962), el primer largometraje realizado por Larisa Shepitko, y su trabajo de fin de carrera. Sin ser muy consciente de qué iba a encontrar, me deje llevar por un film telúrico, de espacios abiertos, áridos, polvorientos y opresivos, salvo en los instantes como los que separan el día de la noche y la silueta de Kemel (Boletbek Shamshiyev) se confunde en esa puesta de sol durante la cual se agudizan las influencias visuales de Aleksandr Dovzhenko, el gran cineasta responsable de Arsenal (1929) y Tierra (Zemlya, 1930), y profesor de Shepitko en la escuela de cine durante sus primeros pasos como alumna. También descubrí la presencia de los intereses personales de la cineasta: el individuo, el dolor y las vidas al límite, tres características de su obra que no asoman en su cortometraje Living Water (Zhivaya voda, 1957), espléndida sinfonía urbana donde el individuo no adquiere mayor relevancia que la de formar parte del colectivo que asoma por las calles de la ciudad protagonista durante los minutos finales del metraje. Pero en Calor, todo cambia, y asoma la cineasta que centra su personal mirada en el individuo, a quien ofrece el total protagonismo de la película; y lo descubrimos sin poder liberarse, anclado a la tierra, como también descubrimos a la profesora de Alas (Krylia, 1965), aunque esta antigua aviadora sí logra romper las cadenas en su simbólico vuelo final, o a los condenados de La ascensión (Voskhozhdeniye, 1976), su último largometraje completo, que transita por un espacio helado e igual de desolado que Anrakhai. Desde este su primer largometraje, Shepitko sienta las bases de su discurso, su gusto por individualidades complejas y en conflicto frente a entornos que intentan ahogarlas o que impiden su desarrollo. ¿Esta constante formaba parte de su crítica hacia el sistema soviético? Lo desconozco. No tuve la oportunidad de hablar con ella y, por tanto, nunca pude preguntárselo, pero lo que sí parece evidente es su necesidad de expresar ideas propias a través de las imágenes que observamos en Calor, imágenes que nos hablan del conflicto que se desata entre Kemel, el estudiante enviado a trabajar a la unidad agrícola que ara la arenosa Anrakhai, y Abakir (Nurmukhan Zhanturin), el veterano conductor del tractor, resentido por las oportunidades que nunca llegaron y amenazado por la juventud y formación académica del muchacho. Esto nos lleva a la necesidad del segundo por prevalecer sobre el primero, al silencioso temor que se apodera del conductor ante la posibilidad (que él mismo se genera) de ser sustituido por el novel que, imagen de la inocencia y de la modernidad todavía inexistente en el entorno, se descubre atrapado en un espacio muerto, donde, a pesar de la precariedad, de la falta de agua corriente, de la electricidad o de cualquier otra comodidad a la que estaría acostumbrado, hay lugar para la vida y para la libertad representada en un único personaje: la chica (Roza Tabaldiyeva) del manantial, la misma que surge de la nada y muestra su rostro libre de la destrucción que amenaza a la pequeña comunidad de seis miembros donde se produce el choque entre lo viejo y lo nuevo.
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