martes, 23 de abril de 2019

La podadora (El gran cuchillo) (1955)


Existen películas que evocan cine y las hay sobre cine. Las primeras suelen apelar a la nostalgia de imágenes cinematográficas que se grabaron en la mente de sus autores (sea Truffaut y Los cuatrocientos golpes, Bogdanovich en La última película o Tornatore en su Cinema Paradiso) y no muestran los entresijos que las segundas exponen intrínsecos a las historias que nos desvelan. Estas son las denominadas películas de cine dentro del cine y abarcan distintas posibilidades e interpretaciones. Las hay satíricas, amables, cínicas, crudas, críticas o un poco de esto y otro poco de aquello. El gran cuchillo (The Big Knife, 1955), la primera producción independiente de Robert Aldrich, se decanta por mezclar crítica, cinismo y dureza para golpear con un certero y demoledor directo al estómago del sistema de estudios de Hollywood, a su podredumbre, al feroz sensacionalismo de la prensa representada en Patty Benedict (Ilka Chase), al juego sucio y al totalitarismo asumido por los magnates, amos y señores feudales del imperio de sueños de celuloide. Uno de los grandes talentos de Aldrich fue su capacidad de narrar sin perderse en adornos que nada aportaban a sus intenciones, sensaciones e ideas que, las más de las veces, manifestaban su rebeldía contra cualquier sistema totalitario. Y el Hollywood de sus primeros años lo era, así que la rebeldía y la precisión del cineasta se unieron a su capacidad crítica para, partiendo de la obra teatral de Clifford Odets, construir una imagen cinematográfica nada amable de la industria que, como bien es sabido, estaba en manos de los "tiranos" que regían los grandes estudios desde sus despachos. Entre sus privilegios de clase se encontraban el ofrecer contratos de larga duración, bien remunerados aunque quizá no tanto como algunas de sus estrellas deseaban, el conceder mayor poder a sus productores que a los directores, o el elegir los papeles que creían ajustarse a la imagen popular de sus actores y actrices, así como el tipo de película que les convenía, pero sin olvidar que sus empleados eran inversiones y, como tales, había que exprimirlas para obtener la mayor rentabilidad económica posible. Aquel Hollywood era suyo, y ellos dividieron sus fábricas en compartimentos estanco: aquí el departamento de guión, allí, el de montaje o por aquí, el de fotografía o el de decoración,... En aquella meca de la fantasía de celuloide los dividendos primaban sobre la calidad (algo que no ha cambiado ni cambiará a corto ni a medio plazo) y los trabajadores eran poco menos que mercancía en sus manos; eso sí, mercancía asalariada y legalizada por los contratos que los encadenaba a los estudios. Esto es lo que Aldrich expone sin medias tintas en la historia de Charlie Castle (Jack Palance), un actor de cine, cuyo problema es su supervivencia. Sabemos esto por la voz que nos introduce en una lujosa mansión de Bel-Air y que nos dice que <<Charlie Castle es un hombre que ha vendido sus sueños, pero no puedo olvidarlos>>. Unido a su relación con Marion (Ida Lupino), este es su problema inmediato, pues, al contrario que individuos como Smiley (Wendell Corey), no renegó de sus ilusiones cuando vendió su alma al "diablo". Ambas circunstancias, su crisis matrimonial y el ser consciente de haberse dado la espalda, le generan el conflicto que se desata cuando debe decidir entre firmar o no su nuevo contrato con la compañía de Stanley Hoff (Rod Steiger), el tirano de Hoff Studios que Steiger compuso a partir de una mezcla de atributos de Louis B. Mayer, Jack Warner y, más que de ningún otro, Harry Cohn. <<Cuando hicimos The Big Knife, Harry Cohn y Jack Warner estaban todavía en su mejor momento, y Mayer había caído hacía muy poco. Nadie había visto aún el abismo. Durante veinte años habían dirigido la industria unos dictadorzuelos de poca monta, y todo el mundo había trabajado y a todo el mundo se le había pagado, no mucho quizá, pero nadie estaba en paro. Diecisiete años más tarde, uno se pregunta si la salud de la industria ha mejorado en lo que se refiere a la creatividad. ¿Estamos haciendo más o mejores películas sin ese control?>>* Si alguien decide responder a esta pregunta que Aldrich se hizo en 1970 debería plantearse antes que quizá no fuese debido a ese control que existan grandes películas, sino a los Eric von Stroheim, John Ford, King Vidor, Raoul Walsh, Ernst Lubitsch, Victor SjöströmFrank Borzage, Howard Hawks, William Wyler, Fritz Lang, Alfred Hitchcock, Preston Sturges, Billy Wilder y otros grandes cineastas que trabajaron para la industria sin claudicar a ella o sobrellevando su encierro intentando no perder su dignidad. Si restamos sus obras, el nivel del resto de producciones de los estudios sufre un bajón considerable. Entonces, uno se pregunta si no será que la calidad de las películas es proporcional al talento de quienes las realizan. Planteada esta otra cuestión, regresaré a Charlie para despedirme de él y de su negativa a continuar bajo el yugo de Hoff, el <<dictadorzuelo>> que tiene en su poder información que obliga a su estrella a firmar su nuevo contrato y, con la rúbrica, el fin del sueño de libertad del actor y de su deseo de recuperar a Marion (y con ella, a sí mismo).



*José A. Hurtado y Carlos Losilla (coord.). La mirada oblicua. El cine de Robert Aldrich. Filmoteca de la Generalitat Valenciana. Valencia, 1996 

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