El cine y la pintura se encuentran ligados por las influencias que el segundo ha ejercido en el primero (y puede que desde un tiempo a esta parte, este en aquel), aunque no estoy hablando de que el cine sea pintura ni que la pintura sea necesaria para hacer cine. Me refiero a que, en ocasiones, el medio cinematográfico asume aspectos pictóricos para recrear historias, ya sea un biopic sobre un pintor famoso u otras ficciones que asumen la plasticidad como una de sus características formales. Esta relación se observa en Jean Renoir y el impresionismo en Una partida en el campo (Une partie de campagne, 1936), en King Vidor y el uso del color en Duelo al sol (Duel in the Sun, 1945) o en Sergei Paradjanov y sus tablas vivientes en El color de las granadas (Sayat Nova, 1968). Solo son tres ejemplos entre tantos, que me sirven para establecer la conexión entre los dos medios artísticos que se combinan en las diferentes películas que narran las experiencias vitales y artísticas de genios de la pintura como Vincent van Gogh, posiblemente el pintor cuya vida más veces se haya representado en la pantalla. Más que su importancia capital en la modernización de la pintura, quizá sea su áurea trágica la que le confiere el atractivo que buscan los cineastas, porque desde su experiencia vital desarrollan el drama, la incomprensión y el rechazo, pero también la grandeza y la lucha contra la negación de la época y, como consecuencia, contra el desequilibrio que genera en quien la sufre. No cabe duda, Van Gogh es un antihéroe cinematográfico, su vida y su arte, desarrollado en un momento en el que no se entiende, son perfectas para recrear en la pantalla. De ahí que se haya convertido en personaje de ficción en numerosas ocasiones, aunque quizá la más popular sea la realizada por Vincente Minnelli en El loco del pelo rojo (Lust for Life, 1956), título simplista y efectista con el que se estrenó en España.
<<Es mi película favorita, contiene mayor número de mis momentos favoritos que cualquier otra de las que he dirigido>>*, recordaba Minnelli, cuyas películas llevan su firma y su sello, en su manera de filmar, de expresar y de adornar tanto los espacios como los personajes. Podríamos llamarlo estilo y este se aleja del realismo y, como consecuencia, sería un error buscarlo en su interpretación cinematográfica del artista. La realidad del genio, el que cobra vida en Kirk Douglas, no deja de ser la que el cineasta traza sobre el lienzo audiovisual donde da forma a su propia obra, aquella que remite a su universo fílmico. Así comprendemos que El loco del pelo rojo no pretende documentar ni hablar de impresionismo o de postimpresionismo, y que en sí misma es la pintura cinematográfica de la emoción y de la expresión que Minnelli encuadra en cada plano para hablarnos de un hombre incomprendido que sufre y de un artista cuya visión subjetiva de sí mismo y de su cotidianidad lo llevan a traspasar las fronteras del arte, pero también los límites del equilibrio entre cordura y locura. Minnelli representa imágenes, las impresiona, consciente de que no pretende plasmar la realidad, algo por otra parte imposible, si pensamos que los hechos expuestos en pantalla sucedieron décadas antes y que ninguno de los protagonistas vivían en el momento del rodaje. Es consciente, y por lo tanto inventa una imagen de la realidad, la del Van Gogh interpretado por Douglas, una realidad visual que llega a nosotros como la necesidad del hombre y del pintor de encontrar su lugar ahora, no después de muerto. Lo quiere encontrar en vida, pero es incapaz de lograrlo, y esta es su tragedia; más allá de la incomprensión y rechazo generalizados, que tanto él como sus obras provocan en sus contemporáneos. La película presenta distintas etapas de la vida del genio holandés, desde el gris carbón en el pueblo minero donde inicia su recorrido hasta la explosión de color que encuentra su mayor luminosidad cuando el artista abre la ventana en su habitación en Arlés. Pero en ninguna parte el Van Gogh-Douglas encuentra su lugar y esto provoca su desequilibrio, puede que consecuencia de una mezcla de su naturaleza emocional y expresiva y de que, como tantos otros genios, se adelanta a su época, circunstancia que lo convierte en un individuo marginal y marginado, que solo halla breves periodos de paz y consuelo en otros marginados como los espigadores, Christine (Pamela Brown) o Gauguin (Anthony Quinn), otro de los genios que asoman por esta cinematográfica pasión por la vida.
*Vincente Minnelli. Recuerdo muy bien. Autobiografía (de la traducción de Fernando Jadraque). Libertarias/Prodhufi, S.A., Madrid, 1991
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