martes, 30 de abril de 2019

Veinticuatro ojos (1954)


Oficialmente el fin de la ocupación estadounidense de Japón y la restitución de la soberanía nacional a los japoneses se produjo en 1951. Pero esto no implicó que las tropas norteamericanas abandonasen sus bases militares en el archipiélago, punto geográfico estratégico y vital para los intereses de la potencia americana tras la subida al poder de Mao en China y durante la guerra de Corea. A cambio, el país asiático recibió ayuda económica, que posibilitó una recuperación más veloz de la esperada después de la derrota en la Segunda Guerra Mundial. La posguerra fue un momento delicado, de enfrentamiento de ismos, de extrema dureza y de reconstrucción (moral, económica y material). Todas estas circunstancias afectaron al cine japonés de la época, pero más allá de la eliminación de la censura militar aliada, del crecimiento industrial, del ahogo y carestía popular que Akira Kurosawa plasmaría opresiva en la parte baja de El inferno del odio, o del conflicto que se estaba desarrollando en la península de Corea, el cine japonés vivió durante el decenio de los cincuenta una explosión de creatividad y el aumento de la producción, del número de salas y de asistentes. Fue su década dorada, cuyo punto álgido podríamos datar en 1954. Este fue el año mágico de su cinematografía, de plenitud creativa de los maestros que habían debutado durante el periodo silente (Mizoguchi, Naruse, Ozu, Kinugasa, Inagaki,...) y de los que habían hecho lo propio en la década de 1940 e inicios de la siguiente (Kurosawa, Kinoshita, Kobayashi, Shindô, Ichikawa,...). El resultado de aquella mezcla de talento y creatividad fueron entre otros Los siete samurais, Los amantes crucificados, La voz de la montaña, Godzilla, El intendente Sansho, Crisantemos tardíos, Samurái o las dos películas de Keisuke Kinoshita que alcanzaron los puestos más altos en la lista de la prestigiosa revista Kinema Junpo. Figurar en lo más alto no quiere decir que fuesen mejores obras que sus contemporáneas, sería simplificar en exceso la innegable valía de cada una y también sus diferencias narrativas, genéricas y de las ideas que contienen sus historias. Pero la lista de Kinema Junpo me sirve para recordar e introducir en el texto El jardín de las mujeres y Veinticuatro ojos, dos films en los que Kinoshita revindicaba la figura femenina en el nuevo Japón liberado de la ocupación estadounidense. Pero en el segundo caso lo hacía mirando hacia el pasado, hacia la cotidianidad de Ôishi (Hideko Takamine), una mujer sufrida, tolerante y moderna en comparación al tradicionalismo que en un primer momento descubrimos en el pueblo a donde la envían como maestra. El periplo vital expuesto por Kinoshita se ubica inicialmente en los primeros años de la Era Showa (1926-1989). La primera imagen de la joven profesora la muestra sobre su bicicleta, símbolo de las influencias extranjeras criticadas y censuradas por los hombres y las mujeres de la aldea; la misma reacción genera su traje-chaqueta, que se contrapone con el kimono, vestimenta tradicional que usan en la villa donde ejercerá por primera vez de maestra. Estamos en una época marcada por la defensa de los valores tradicionales, y por tanto patriarcal, feudo para las habladurías, la intolerancia y los prejuicios que inicialmente encuentra su blanco en Ôishi. Veinticuatro ojos (Nijushi no hitomi, 1954) se inicia con un encuadre de una superficie acuática sobre la cual se impresionan los créditos, que son sustituidos por la yuxtaposición de planos que enfrentan tradición de finales de la década de 1920 y modernidad del presente de 1954. Kinoshita se toma su tiempo, es un maestro japonés y como tal no tiene prisa para desarrollar aquello que desea exponer. Los primeros seres humanos que captan la total atención de su cámara son un grupo de niñas y niños. Cantan, están felices porque aún no conocen aquellos aspectos de la vida que mancillarán su inocencia y su pureza. Rodean a una mujer, es su antigua profesora, que en ese instante abandona la escuela porque va a casarse, y les conmina a portarse bien con su sustituta. Los niños ya la echan en falta antes de su despedida, cuando observan a una chica en bicicleta y vestida con traje chaqueta. La sucesión de planos sigue a este nuevo personaje, y escuchamos como la gente del pueblo murmura a su paso. Entonces comprendemos que ella será la figura central de una historia que concede su protagonismo a esas niñas y niños que se convertirán en parte de Ôishi, maestra, figura maternal y mujer con ideas propias, ideas que Kinoshita defiende en todo momento y que apunta a través de las imágenes, de frases como <<a la gente le asustan los cambios>>, que hace hincapié en el tradicionalismo que se vuelve agresivo con lo novedoso y con aquello que no comprende, y del texto que escribe una de las alumnas cuando reflexiona sobre el futuro: <<las mujeres deberían tener un empleo como todo el mundo. Sin un empleo la mujer lo pasará mal...>>. La joven alumna quiera ser profesora y lo logrará, pero no todos sus compañeros, que hemos visto crecer desde el primer curso de primaria hasta su madurez, alcanzarán un futuro; como ya anuncia que otra de las niñas no pueda escribir sobre él, superada por el presente que amenaza la estabilidad familiar. La mirada al pasado expuesta en Veinticuatro ojos antes de llegar al presente nos propone un melodrama sensible, tierno, por momentos nostálgico, a veces podríamos errar y calificarlo de sensiblero, aunque esta posible confusión, debida al sentimentalismo y al amor que Kinoshita proyecta en sus protagonistas, no empaña los logros de un film que nunca esconde su defensa ni sus simpatías hacia la mujer y hacia la inocencia de la infancia, individualizada esta en los <<veinticuatro ojos preciosos>> que la maestra jamás podrá ni querrá olvidar. También nos desvela su crítica a los fanatismos que descubrimos en un segundo plano, casi ocultos, hasta que asoman en frases y gestos, en el rechazo inicial sufrido por Ôishi, en imágenes que inevitablemente recrean la época del auge militarista y expansionista japonés, del patriotismo desmedido y malentendido que lleva a los alumnos, ya muchachos, a la guerra que cobra presencia, aunque no física, en la parte final del film, antes de que todo (o casi todo) regrese a su sitio, y al nuevo comienzo simbolizado por la vuelta de la profesora a la docencia, a su primera escuela, y por la bicicleta que los niños supervivientes, ahora adultos, regalan a su inolvidable y querida <<señorita guijarro>>.

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