martes, 22 de abril de 2025

Los encuentros de Anna (1978)

Veo en Chantal Akerman a una cineasta con personalidad cinematográfica arriesgada e inconformista, una cineasta obsesiva, insistente, avasalladora. Quiere que se le escuche, como mujer artista en una profesión en la que el porcentaje de hombres es muy superior. Por otra parte dudo que cuente con el público, es decir, no pretende ser mayoritaria, pretende ser ella y no se lo quiere poner fácil al resto; más bien lo contrario, les exige, como no puede ser de otro modo, pues, ante todo, así se lo dicta su condición de creadora con una idea, con un mensaje o discurso, con una obsesión, tal vez la de hacernos pensar y ver como ella, pero también con ganas de transcender en busca de formas que la apartan de lo común. En su cine, que personalmente no me atrae lo más mínimo, nos quiere hacer mirones de cotidianidades humanas, sobre todo femeninas, pero sin la sensibilidad de un Ozu, que logra para el suyo descubrir belleza allí donde a priori predomina el “barro”. La mirada del japonés es más humanista que la de la belga, que resulta más feminista e hija de las nuevas corrientes cinematográficas que surgen hacia finales de la década de 1950 y principios de la siguiente…

Por otra parte, sus películas carecen de vértigo y de ritmo tan logrados como los que Hitchcock alcanza en sus grandes “vouyerismos” cinematográficos, tras los que hay mucho más de la apariencia y la representación, puesto que el británico no deja de situarnos frente al espejo donde refleja obsesiones, miedos, deseos humanos, tal vez el de ser otros… En Hitchcock la vida se precipita, mientras que en la cineasta belga se congela en los instantes que crea para dar forma a Yo, tú, él, ella (Je tu il elle, 1974), Jeanne Dielman (Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080, Bruxelles, 1976) o Los encuentros de Anna (Les rendez-vous d’Anna, 1978), que son películas que obligan a mirar la pasividad, la quietud, las prisiones cotidianas de aislamiento y tedio, pero también de distancias, de dolor. Akerman no invita ni seduce, obliga a imaginar, aunque sin contar con nuestra imaginación, qué hay detrás, el qué las condena y qué puede liberarlas, así como expresa la dificultad de sus protagonistas para establecer relaciones más allá del instante en el que, por ejemplo, se producen los encuentros de Anna (Aurore Clément) con los distintos personajes que asoman por la pantalla y le hablan de sí mismos. Ella calla, solo parece asentir en la ausencia, puesto que parece lejos de donde se encuentra; a esas alturas también estoy lejos de su propuesta, me cuesta seguir ahí, mi mente no se siente involucrada ni interesada en la historia de Anna. Para lograr esa sensación de lejanía, pero a la vez de estar atrapada frente a nosotros, Akerman se esfuerza lo suyo, porque su narrativa no es fluida, y crea poses y posturas corporales, planos y diálogos que parecen fijados ya no solo en el tiempo, sino en la aparente desidia de su protagonista —y en la aspiración a transcender de la directora, que no deja de ser una de las aspiraciones de cualquier artista de nuestro gusto o disgusto—, pero lo que expone en pantalla corre el riesgo de resultar tan frío que ya ni siquiera moleste…



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