viernes, 11 de abril de 2025

Yo, tú, él, ella (1974)


 En cine, dudo que haya habido mejor exhibicionista y mirón que Alfred Hitchcock, que era capaz de atrapar al público en la intimidad de personajes también atrapados en excepcionalidades que les liberan de la tediosa y represiva prisión de rutina que apunta en la pantalla o la insinúa, que todavía funciona mejor, pero de las que los saca para divertirse y divertirnos, aunque su idea de diversión sea la de hacer sufrir a sus héroes y heroínas y jugar con nosotros, y así llevarlos y llevarnos al límite. Para Hitchcock, todos somos mirones que niegan serlo, pero que se sientan en la sala, miran la pantalla, cual ventana indiscreta al mundo de otros, y observan vidas ajenas porque las suyas son más aburridas o les falta algo. ¿Quién no ha querido ser el heroico e inexistente George Kaplan o uno de los pájaros que se rebelan sin necesidad de un por qué ni un para qué? En ambos casos, ¿no se liberan?… Una prisión similar, pero más forzadamente pretenciosa, pedante y aburrida, que asume riesgos y ruptura con el orden, abre la filmografía de largometrajes de Chantal Akerman, cuyo primer largo, Yo, tú, él y ella (Je, tu, il, elle, 1974), propone un ejercicio de exhibicionismo vouyerístico que, como mirón, me lleva a la pregunta ¿para qué observar a esa mujer que durante el primer tercio de metraje se encuentra encerrada en planos fijos que pretenden desnudar de todo artificio su estado, pero consciente de crear un efecto artificial contrario? ¿Qué sucede? ¿Le falta azúcar? ¿Una contradicción? ¿Un desafío? ¿La afirmación de alguien que llega para decir aquí estoy y mi discurso es este, y es innegociable? Akerman desnuda a su principal personaje y también lo intenta simbólicamente cuando fuerza su pensamiento en la escritura de cartas, pero la mujer, el yo del titulo, personaje asumido por la propia directora, no piensa para sí, sino para su público, el mirón y destinatario de la correspondencia, ni por sí, pues por ella piensa Akerman y su guion, digamos que el tú del título, aunque sea el “yo” creativo…


 Tanto ella como su pensamiento son exhibicionistas de la intimidad que la autora fuerza y desea exteriorizar y que expone en planos largos y fijos, en la quietud del presidio gris y monótono en el que se descubre a esa joven que a la media hora de metraje decide abandonar su encierro y salir al exterior donde también se encuentra atrapada, puesto que la compañía del él, el camionero que cobra el físico de Niels Arestrup, no la libera, aunque a él le proporciona tal vez un orgasmo y la posibilidad de hablar y hablar sin pensar escuchar. Habría que esperar a la aparición del personaje ella (Claire Wauthion), la ex-amante que le pide que se vaya, para que se produzca una especie de liberación para la protagonista, para ese yo-tú, al menos desde una perspectiva sexual plena. La primera de las tres partes, la dedicada al tú y creada por el yo (todo creador es en primera persona y la autora es un yo siempre presente en pantalla), planta a la protagonista en la soledad de su cuarto donde, como personaje creado por otra, se exhibe porque su autora sabe que la están mirando y pretende provocar una reacción en el público mirón… ¿Cuál? Akerman no es Hitchcock, no podría serlo porque juegan en diferentes tipos de cine; en ciertos aspectos el del británico es el juego vouyerista de un niño “malo” mientras que el de la belga no puede evitar ser la voz de una exhibicionista que pide que la miren, para decir que está ahí y que tiene algo que contar, esa situación de encierro femenino que su persona logra romper cuando su cuerpo se funde con el de su antigua amante. Akerman llega para provocar y experimentar con las imágenes y los espacios cinematográficos, para dar voz a la mujer, pero ¿a todas? ¿A muchas? ¿A pocas? ¿O solo a así misma? Como creadora que fue, la respuesta apunta a la afirmación de la cuarta opción y de ahí saltaría a la tercera y, tal vez, aunque lo dudo, llegase a la segunda, pero nunca a la totalidad, y de esto es consciente…


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