No hay género que me resulte más irreal y fantasioso que el musical, también es el más artificioso y falso, aunque, bien llevado, permite mayores libertades expresivas y creativas que otros, como demostraron Vincente Minnelli y Stanley Donen, incluso Alain Resnais en On connaît la chanson (1997) o Jacques Demy en Los paraguas de Cherburgo (Les parapluies de Cherbourg, 1964); pero, si quien lo intenta se despista o no sabe adónde se dirige o cómo llegar, resulta el más aburrido, arrítmico y pesado de los géneros, tal vez a la par del peor melodrama lacrimógeno y soporífero. En realidad, lo habitual es que consiga esto último, sin lágrimas, aunque no persiga serlo, y que la película de turno cobre su forma en una sucesión de situaciones ridículas entre las que van dejándose escuchar y ver las canciones y coreografías que, en su mayoría, rompen el ritmo y suenan repetitivas. Aunque nos digamos libremente creativos, nuestra creatividad encuentra sus límites entre aquello que ya existe y las ideas que perseguimos, a veces las que nos imponen sin que seamos conscientes, como sucede a aquel incansable animal de tiro que persigue la zanahoria que, solo cuando cumpla lo que se espera de él, tal vez, podrá saborear hasta que de nuevo vuelva a correr detrás de otra…
Dos ejemplos dispares de grandes musicales son Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, Stanley Donen y Gene Kelly, 1952) y Empieza el espectáculo (All that Jazz, Bob Fosse, 1979); y uno de lo contrario lo encuentro en este título de Chantal Akerman, una cineasta que, caminando pasos ya dados por otras y otros cineastas, por ejemplo por Susan Sontag —autora de tres películas— y Agnès Varda, cuya obra cinematográfica encuentro más sincera en las emociones que me genera, no domina el género, a pesar de que su cine, a priori, encajaría perfectamente su “falsedad” en la del musical. La realizadora belga crea en Golden Eighties (1986) una película de zombies de centro comercial, claro que distinta a la que George A. Romero estrena por aquella misma época —Zombie (Day of the Dead, 1985)—, una época que anuncia la llegada del periodo más consumista, comercial y alienado del siglo XX y de lo que llevamos de XXI. Akerman atrapa a sus personajes en un santuario comercial donde, como no podía ser de otro modo, el culto es a la apariencia estética y a la compra-venta. En el que la directora recrea (en estudio). Allí, nadie paga ni cobra. ¿Para qué?, si es un sueño. Allí, la mayoría canta; mientras que en los centros de su realidad contemporánea todo se vende y se publicita, reduciendo parte del mundo a un único reino: el del consumismo cotidiano, más o menos como el que ha heredado nuestra actualidad, que lo ha hecho presente las veinticuatro horas del día, incluso cuando dormimos o tal vez incluso durante los pocos minutos en los que despertemos…
Por aquel entonces, cuando Akerman rueda su musical, nuestra inteligencia todavía presumía de ser humana y buscaba, entre otras quimeras, la materialización de la idea de felicidad en el consumo. A mayor consumo, quien más compra, más feliz. Esa es la máxima que se impone en los dorados ochenta, que empiezan en la década anterior, y marcará el devenir posterior y el constante bombardeo de señales visibles e invisibles que nos indiquen, ya sin apenas disimulo, qué hacer, qué decir, cómo comportarse, cómo ser útiles al sistema de consumo,… en definitiva, como ser feliz pensando que nos liberamos, pero siendo igual de esclavos que antes y, probablemente, que después. En los dorados ochenta a los que alude el título de Akerman ya prima la estética de superficie que nace por y para las ventas: compra tu felicidad, tu hermosura, tu eterna juventud, incluso tu bondad… Ese consumo, el vivir en la comercialidad, es la nueva finalidad que se persigue y se impone descaradamente desde la segunda mitad de siglo XX, la que se asienta como nueva realidad, aunque todo en ella no deje de ser una mentira más, de tantas que nos han hecho creer. Las modas, que no son invención de entonces ni de ahora, sino de mucho antes, se agudizan y se precipitan, y con ellas su frivolidad y su condición efímera. Ya los Warhol y tantos otros paladines del nuevo gusto popular, en el que las latas de tomate y los consejos publicitarios se desarrollan obedeciendo a la nueva “necesidad” de que el mercado siempre esté en marcha y el centro comercial lleno hasta la bandera de personas, tal vez lejanas a los personajes que campan por la película como si estuviesen atrapados ahí o no existiese otra vida fuera de esos pasillos, tiendas y escaparates… ¿Qué vida hay fuera del centro comercial? ¿Una igual de anodina y forzada? ¿Ninguna y todo se reduce a ese espacio donde Akerman habla de amor y desamor? ¿De ser mujer, de perseguir sueños y seguir adelante, aunque aquellos no se cumplan, en busca de la felicidad? Pero ¿cuándo se cumple un sueño, si en la realidad dejan de serlo? ¿Y cómo perpetuar la felicidad, cuando está solo es un estado efímero, intermitente, tal vez solo un sueño siempre condenado a desaparecer? Como cualquier película, Golden Eighties es una representación, pero esta es forzada por la cineasta hasta límites que, personalmente, me sacan fuera de ese supermercado que le sirve de escenario y, como en tantas ocasiones, durante el metraje me desentiendo de Mado, Robert, Lili o Jeanne y les deseo que encuentren la felicidad que Akerman quiera concederles…
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