Miro atrás en el tiempo y busco un quién o un quiénes, más no encuentro nombres a quienes agradecer el nacimiento, existencia y resistencia de las bibliotecas en un mundo humano que siempre ha tendido a la barbarie y a placeres más carnales que mentales, pero ahí están ellas, tan inteligentes, criticas, confidentes, misteriosas y bellas, siempre dispuestas a proteger las vidas de otros y a enriquecer la de tantos como quieran entrar en sus reinos de letras, conocimiento, ignorancia, sueños, pesadillas e ideas, las cuales se van transmitiendo y transformando en otras desde que, allá por el 2500 a. C., los sumerios decidieron guardar sus tablillas en espacios concretos donde poder buscarlas y consultarlas. En alguna de aquellas primeras “bibliotecas” reposaba el Gilgamesh junto a otros poemas; no todos han llegado hasta nuestros días, pero sí algunos, lo cual ya es suficiente para sonreír y dar las gracias por el doble milagro de la escritura y de la biblioteca. Pero aquellos antiguos lugares de libros, primero tablillas, más tarde rollos de papiros, han pasado a la historia y a la leyenda. A día de hoy, la más famosa es la de Alejandría, fundada por los Ptolomeo en el siglo III a. C., que llegó a albergar unos 700.000 rollos, entre los cuales se contarían obras de Sófocles, Eurípides, Esquilo, Platón, Jenofonte, Aristóteles… Tal vez, por esa defensa que hacen de la humanidad, es decir, de cada uno de nosotros, incluso de quienes nunca han pisado una, ni abierto más libros que los obligados o quienes presumen ufanos de no leer, me hayan gustado desde niño y, desde entonces, me encuentro y pierdo en ellas con la curiosidad y la ilusión como principal compañía. No me refiero a la biblioteca como el lugar de estudios, tal como veo que se utilizan ahora las dos a las que suelo ir —la municipal Ánxel Casal, de la que soy más asiduo, incluso permanente si pienso que allí se puede encontrar algún libro mío, y la José Saramago, que así se llama la del barrio donde vivo—, sin que los estudiantes, sean de oposición o de bachillerato, se fijen en los libros que los contemplan aguardando pacientes un poco de atención. Ni opositores ni bachilleres los consultan, ya llevan su prioritaria “practicidad” a cuestas, ya apenas sueñan perderse entre las estanterías ni descubrir las historias que respiran en las páginas cerradas, ni las fantasías que abrazan millones de líneas que, en ocasiones, abandonan la ficción para ser ensayos o, cuando la narrativa desaparece, la lírica deseosa de ofrecer sus versos, pero ya pocos quieren escuchar sus motivos. Todos esos textos, narraciones, poesías, corren el riesgo del ostracismo, la invisibilidad que las condena a la inexistencia en vida, quizá una condena finita, quizá eterna, de la que algunas serán rescatadas y liberadas mientras otras se perderán <<como lágrimas en la lluvia>>…
Si alguien se atreve o se ve con fuerzas y ganas, en el siguiente enlace puede leer otro texto acerca de las bibliotecas, así como un fragmento de Voltaire sobre las mismas:
https://vadevagos.blogspot.com/2020/07/voltaire-y-las-bibliotecas.html?m=1
Fotografía de la fachada de la biblioteca Ánxel Casal (fuente: Cope)
Fotografía de la segunda planta de la biblioteca Ánxel Casal (fuente: La voz de Galicia)
Fotografía nocturna de la fachada de la biblioteca Ánxel Casal (fuente: Wikipedia; autor: Marcos Eire)
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