martes, 29 de abril de 2025

Leyendo a Thompson

Hasta la de ayer, no recuerdo cuando fue la ultima vez que me acosté la jornada previa para levantarme en la después, pero no está mal acostarse antes, a eso de las diez y media me encontraba entre las sábanas, y levantarse al día siguiente sobrado de energía, dispuesto a medio descargarme y convencido de una siesta de puro placer, pues me gustan estas y no las reparadoras, después de comer. No os eché de menos, tampoco vosotros a mí, ni me preocupó la desconexión, más bien lo contrario, pues soy un tipo bastante indiferente respecto a lo que suele ser tema de especulación y de portada, que en ocasiones devienen en lo mismo: preocupación forzada y tendencia señalada. Lo que sí noté, a diferencia de otros días soleados, en mis horas de pasear a mi manera, mochila a la espalda y libro en mano, el de ayer Los timadores, del gran Jim Thompson, fue la cantidad de gente que, sin ser peregrina, me encontré a cada paso. Algunas caminaban guiando o guiadas por sus perros, de uno casi piso su mierda sobre la acera, otras también llevaban mochilas o bolsos, no recuerdo a ninguna con libros abiertos, pero sí algunas con sus bebés. Las había despreocupadas y quienes charlaban sobre la preocupación del día; de sus palabras sueltas, las que me llegaron, supe que ninguna sabía nada y que por ellas hablaba la duda, el miedo, el verse expulsadas de la rutina y, sobre todo, el gusto humano de hablar por hablar. Todas ellas paseaban o abarrotaban parques y terrazas de los bares; pero la sorpresa más agradable no fue sentir tanta vida callejera, que alegraba el día, ¿o era este, con su calidez y su azul, el que nos daba alegría?, sino descubrir en ella, en la distancia en la que ya me era imposible distinguir más que figuras sin rostro ni rasgos, a un grupo de adolescentes jugando al brilé —juego que, desde mi niñez, no veía practicar en la calle. Entonces pensé, empujado por la inexplicable y obsesiva manía que tienen nuestros cerebros de crear imágenes y buscarles significado, que todavía había esperanza para ellos y para nosotros, incluso para los dos o tres jóvenes y los seis agentes que les cacheaban en la acera de enfrente de una de las calles que transitaba. No fue mi único pensamiento, pues, aunque os sorprenda, mi mente me genera alguno más, así que pedí disculpas a Thompson, no al del modelo, sino al coguionista de Atraco perfecto (The Killing, Stanley Kubrick, 1956), y, en intermitencia, me alejé de las preocupaciones de Roy, Lilly y Moira, para situarme en la realidad de fuera. De nuevo, pensé en lo hermoso que es lo insignificante (en apariencia), en que debería apagarse (por decisión propia) más veces el mundo tecnológico, en lo higiénico que resulta esquivar las cacas que no se recogen y en lo saludable de recargarnos las pilas en conversaciones, paseos, libros, juegos y sueños…



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