lunes, 30 de mayo de 2011

Manhattan (1979)


El personaje de Woody Allen en Manhattan (1979) piensa y escribe a viva voz: <<Capítulo primero: Él adoraba Nueva York…>> sobre imágenes en blanco y negro de la ciudad, de sus edificios, de sus calles, de sus neones, de su basura, de sus gentes… Su pensamiento y su escritura suenan sobre una serie de planos-postales urbanas que seducen en la pantalla. Isaac reinicia el primer capítulo en diversas ocasiones y, en cada una, aporta algo nuevo a su discurso y a su relación con la localidad a la que expresa su amor. La música de George Gershwin va cobrando protagonismo hasta que eclosiona al tiempo que el espectáculo pirotécnico crea una lluvia chispeante sobre la nocturnidad de la Gran Manzana. Los fuegos artificiales iluminan el horizonte de rascacielos y la partitura de Gershwin sublima la sensación de vivir y celebrar Manhattan. No es una sinfonía urbana, aunque bien podría serlo. Es un momento mágico, de arte cinematográfico, icónico del cine y de la identidad neoyorquina. Capítulo primero: Allen ama Nueva York y exhibe este sentimiento en una película en la que su ciudad es protagonista: sus calles, sus cafeterías, sus cines, sus museos... pero ese capítulo inicial no es el único que brilla, pues, desde su introducción a su no menos mítica conclusión, Manhattan es una brillante y emotiva declaración de amor de Woody Allen, no solo a su ciudad, en la que ubica la mayoría de sus obras, sino a sus personajes, a las relaciones humanas, a la imposibilidad de razonarlas, a escoger el humor para plantearse la existencia, incluso a sí mismo, aunque se trate de un “yo” distinto a él…


"Capítulo Primero: Él adoraba Nueva York, la idolatraba de un modo desproporcionado..." escribe Isaac (Woody Allen) en un comienzo que deja patente que la ciudad va a ser un personaje más a quien amar y del que apenas podría explicarse las emociones y sentimientos que le genera; y sin duda, lo es. La fotografía en blanco y negro de Gordon Willis, en una época en la que constituía un riesgo cara la taquilla —hablamos de finales de la de década de 1970, a las puertas de los infantiles, incultos y comerciales años ochenta; el público actual y los encargados del negocio heredan aquella ignorancia e incultura, la superan con creces y sin ruborizarse, más bien se jactan, y continúan asociando el blanco y negro a “viejo”; hoy, el cine anterior al año 2000, también recibe tal (des)calificativo—, sienta mejor que nunca a los edificios, puentes, calles, gentes y basura de una isla reconocible y familiar, magnificada por la música de Gershwin, a quien el director rinde homenaje en esa explosión de fuegos artificiales que iluminan el hormigón, los cristales y la noche sobre Manhattan, que nada tiene que ver con la oscura retratada por Sidney Lumet con gran maestría y sobriedad en La noche cae sobre Manhattan (Night Falls on Manhattan, 1996). Allen logra una luminosa película sobre personas, sentimientos, relaciones, inseguridades... Logra una de las piezas claves de su filmografía y uno de los films más icónicos ambientados en una Nueva York reconocible, que permanece en la memoria cinematográfica. Si su inicio es un referente audiovisual, su conclusión no le anda a la zaga. Entremedias, unos personajes acomodados, cultos, que viven sus existencias entre fracasos, triunfos, dudas, miedos, anhelos, infidelidades, conversaciones, intimidad, encuentros, reencuentros… Retrata una amplia gama de sensaciones y situaciones que van ocupando los pensamientos de personajes reconocibles, inseguros, inestables y humanos. Estos neoyorquinos, marcados por la inestabilidad causada por una edad, que les indica que han dejado atrás una juventud que semejaba eterna, se encuentran sin apenas darse cuenta en el ecuador de unas vidas que no son como habían esperado. Sus dudas existenciales necesitan respuestas, pero ¿quién las tiene? El cerebro, por supuesto, no. Como dice Isaac: <<las cosas importantes son aquellas que no podemos racionalizar>>.


Cuarentón dominado por miedos y dudas, Isaac mantiene una relación con una adolescente de diecisiete años (Mariel Hemingway), sin embargo, no se toma en serio su romance porque, en realidad, teme al compromiso. Así se convence de que la edad de Tracey es síntoma de inmadurez, y elude enfrentarse a su propia inmadurez; aunque tampoco queda muy claro que es la madurez de la que tanta gente habla porque la ha escuchado antes. Este diferencia de edad, más que de ideas, gustos y bienestar compartidos, le impulsa a animarla a que aproveche las oportunidades que le brinda la juventud. Le dice que debe divertirse y salir con chicos de su edad. Sin embargo, Tracy tiene claro qué quiere y a quien. Y le quiere a él. A pesar de su inexperiencia, y de lo que Isaac piense, la muchacha posee una madurez emocional superior a la de su pareja. Ella sabe que lo ama y que desea pasar su tiempo con su compañía. El supuesto maduro es quien tiene pensamientos confusos. La diferencia de edad se convierte en un arma de doble filo. Por un lado, le permite no tomarse en serio la relación (muro que levanta para no sufrir un nuevo desengaño), la rechaza porque teme enamorarse, y que un buen día se despierte dándose cuenta de que Tracey ya no siente atracción por él. Por otro lado, disfruta con su dulzura e inocencia, compartiendo momentos agradables en los que se sienten afines. Pero son esas dudas, temores o simplemente el egoísmo, los que obligan a Isaac a ver en Mary (Diane Keaton), amante de Yale (Michael Murphy), a la mujer madura que busca, guapa, inteligente y que parece tener las ideas claras. El contacto con Mary le lleva a mentir y a desear que su amigo Yale se centre en su matrimonio. Cuando se le presenta la oportunidad, abandona a Tracey, sin plantearse el consiguiente sufrimiento que provocará en la dulce muchacha, incluso se justifica pensando que le hace un favor. Para colmo, Mary resulta ser emocionalmente inestable, llena de inseguridades (parecidas a las suyas), que se ata a él para mantener una relación y no encontrarse sola. Finalmente, la única verdad que Isaac descubre la encuentra en su gran equivocación; nunca debió abandonar a la única mujer que le ofrecía aquellos instantes agradables, llenos de armonía y paz, una muchacha de diecisiete años cuya seguridad emocional supera con creces a sus anteriores relaciones amorosas, a pesar de que estas sean de su generación, y, supuestamente, con una visión de la vida más clara.


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