Escuchar o leer opiniones es algo que ayuda a poder ampliar la propia perspectiva, pero también sirve para reflexionar y descubrir que pueden no ser del todo correctas. No hace mucho leí en algún sitio, algo parecido a lo que sigue: sin un buen guión no se puede llevar a cabo una buena película (algo que en la mayoría de los casos es cierto) y que por ello el director no era importante, e incluso que daría igual quien lo dirigiese (algo totalmente falso). El director es la pieza fundamental para que una película sea buena, irregular o mala, él es el encargado de supervisar el rodaje, así como de la toma de decisiones (Stanley Kubrick, William Wyler, Ingmar Bergman y muchos otros asumían el control total de todos sus proyectos) y, lo que es más importante, de trasladar las páginas del libreto a imágenes, dando forma a esa visión que guarda en su mente y añadiendo, modificando, o suprimiendo aquellas partes del guión que no le convenzan. Si bien es cierto, no todos los realizadores son creadores. Existen al menos dos tipos, los que lo son y los que no. Los primeros asumen riesgos, hacen la película suya, en ella va parte de su pensamiento, de sus inquietudes o de sus gustos. En cuanto a los segundos, se limitan a filmar las escenas según el propio guión, ajustándose a lo que demanda el productor, las modas (algo que implica fecha de caducidad) o mostrando una inseguridad que se refleja en el producto que se presenta al público. Existen numerosos ejemplos que podrían explicar estas diferencias entre unos y otros, uno muy instructivo se encuentra en los remakes. Las nuevas versiones de películas ya existentes suelen producir dos efectos, el primero, realzar el valor de la original y el segundo demostrar que el mismo guión no se rueda de igual manera. Buena muestra de ello se puede apreciar en títulos como: La diligencia (The Stagecoach,1939) de John Ford y su copia Hacia los grandes horizontes (The Stagecoach,1966) de Gordon Douglas (un buen realizador que tuvo la osadía de realizar una nueva versión de un film casi perfecto, salvando las distancias, algo así como si a alguien se le ocurriese escribir de nuevo El Quijote), en el Breve Encuentro (Brief Encounter) de David Lean y el de Alan Bridges, en el film El último refugio (High Sierra, 1955) de Raoul Walsh y su ramake He muerto un millar de veces (I died a thousand times, 1955) de Stuart Heisler (ambas contaban con el mismo guionista W.R.Burnett, aunque en la elaboración del primer guión colaboró John Huston) o por acercarnos algo más en el tiempo, Abre los ojos (1997) de Alejandro Amenábar y su versión americana Vanilla Sky (2001) de Cameron Crowe. Del mismo modo, existen películas en las que se puede apreciar escenas que no podrían ser descritas en un guión, ya que no implican un avance narrativo, sino algo más subjetivo, una información que sale de la mente del realizador, como la que encontramos en Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959), un clásico del cine, una secuencia genial que dura alrededor de siete minutos y que nos muestra al personaje de Cary Grant esperando en una carretera desierta, sin que nada ocurra, esta situación es creada por Alfred Hitchcock para dar mayor énfasis a lo que va a suceder a continuación. Otra muestra de la importancia del director la encontramos en El acorazado Potemkin (Bronenosets Potiomkin ,1925), en ella Sergei Eisenstein realiza una obra maestra en la el manejo del montaje le permite crear un film que se adelanta a su tiempo y que se convierte en un referente a nivel mundial. Con estas breves muestras, se ha querido demostrar que un buen guión es vital, pero que sin un buen director no es posible, al igual que no es posible sin el resto del equipo (aquellos que se ven y los que permanecen en el anonimato). Y sino que se lo digan a Billy Wilder, Robert Rossen, John Huston o a Preston Sturges que quisieron dirigir sus propios guiones para que estos no fuesen modificados por el realizador que, para bien o para mal, lo hacía suyo.
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