Por desgracia, en la actualidad no resulta inusual escuchar disparates acerca de las películas rodadas en blanco y negro, frases que no merecen la pena plantearse, y que denotan una ignorancia sobre aquellos clásicos que hicieron posible que el cine alcanzase, merecidamente, el estatus de séptimo arte. Que un film esté rodado en color, en blanco y negro, en 3D o en formado panorámico no tiene que ver con la calidad artística del mismo, pues una buena película no se juzga por las nuevas tecnologías a su alcance, aunque éstas ayuden a mejorar un ámbito que sufre constantes avances. Estas novedades serán mal o bien utilizadas según quien las utilice. Repasemos alguno de estos avances, por ejemplo, la utilización del montaje para facilitar la comprensión y dotar de ritmo a la historia que se pretende contar, e incluso para formar parte de ella. Destacan entre estos pioneros del uso de la edición, David Wark Griffith, director estadounidense responsable de El nacimiento de una nación (1915), film, que a pesar de su posicionamiento racista, posee unos logros técnicos impensables hasta aquel entonces. Si avanzamos unos años en el tiempo podemos encontrar a otro gran realizador, el soviético Sergei Eisenstein, en cuya obra maestra El acorazado Potemkin (1925) combinó más de 1200 planos mediante un magnífico estudio de la edición. Un siguiente paso se descubre con la introducción del sonido, muchos fueron los iluminados que auguraron que no se impondría, y muchos de estos adivinos aseguraban que era totalmente ridículo escuchar los diálogos de los actores. La primera película hablada, que no sonora, fue El cantor de Jazz (1927), convertida en un hito no por su calidad, sino por el hecho en sí, que cambiará la historia del cine. Asentado el sonoro, las investigaciones continuaron con el fin de perfeccionar un espectáculo que se había convertido en arte. Así pues, en 1935 aparece la primera película rodada en color La feria de las vanidades, a la que seguirán otras, pero sin asentarse definitivamente en el mundo del celuloide hasta la década de 1950. Dos magníficos ejemplos de películas en color adelantadas a la imposición del avance técnico son Robin de los bosques (1938) y Lo que el viento se llevó (1939). Tras varias investigaciones sobre el tema, nos encontramos con un nuevo avance, en cuanto a las dimensiones y formatos, el cinemascope, una verdadera revolución que se presentaría al público en 1951 con el estreno de La túnica sagrada, y que había nacido por la necesidad de la industria por luchar contra la irrupción de la televisión. Hasta este momento todo ha sido muy bonito, los avances se han impuesto y han ayudado a que el cine evolucione, sin embargo, si dejamos de lado el tema de las verdaderas innovaciones, cabe destacar la tecnología capa de chapa y pintura que se puso de moda entre algunos propietarios de los derechos de clásicos cinematográficos, que vieron en este proceso una mina de oro, pero que lo justificaron alegando que a la gente no le gusta el blanco y negro. Esta técnica que, pretendía dotar de un colorido imposible y ridículo, atentaba contra la calidad fotográfica de obras concebidas en monocolor (las luces y sombras eran parte esencial del contenido), tras una dura y magnífica planificación por parte del director de fotografía y su equipo. Una de las preguntas que planteaba el maquillaje de los fotogramas fue la siguiente: ¿cómo habrían actuado aquellos angelitos que se dedicaron a sacar los colores a obras de otros, si Papa Noel les hubiese entregado pistolas de pintura en lugar de las típicas ceras o rotuladores carioca? Mejor no pensarlo y agradecer que, felizmente, ante las protestas de algunos anticoloristas, entre ellos John Huston o Woody Allen, las películas en blanco y negro recuperaron su verdadera tonalidad, y en la actualidad se pueden disfrutar tal y como sus autores las concibieron, en blanco y negro.
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