El encanto de Los violentos de Kelly (Kelly's Heroes, 1970) lo encuentro en que nunca llega a tomarse en serio, tampoco a mí y supongo que ni al resto del público, menos aún a sus violentos o héroes protagonistas. Son caricaturas, quizá en determinados momentos lo seamos todos, pero ellos lo son siempre, la de aventureros, pícaros y ambiciosos. Lo asumen y lo acaban siendo, a pesar de que su uniforme pueda darles una apariencia ordenada, heroica, marcial y bélica que en ningún momento responde ni corresponde a sus deseos ni a sus comportamientos. A fuerza de pensarlo, me digo que son cercanos a pistoleros de spaguetti western y, en la distancia, hijos putativos de aquellos Doce del patíbulo (The Dirty Dozen; Robert Aldrich, 1967) —Donald Sutherland y Telly Savalas coinciden en ambas películas—, pero no por ello dejan de tener su corazoncito propio, sus picores, su plan perfecto, que les sitúa a la par de los ladrones de Un trabajo en Italia (The Italian Job, Peter Collison, 1968) —el primer guion para el cine del guionista Troy Kennedy-Martin—, sus tres tanques y su cariño loco por el oro. Son soldados del ejército estadounidense en la Europa de la Segunda Guerra Mundial, pero hubiese sido igual si lo fuesen de otra galaxia. Lo que determina su comportamiento no es liberar de alemanes el territorio ocupado, sino adentrarse tras las líneas enemigas y hacerse con un botín de dieciséis millones de dólares en lingotes de oro. Esa es su motivación, la que les convence para arriesgar nuevamente el “pellejo”, pero, ahora, se trata de su decisión y no de una orden del alto mando o de quien quiera les ordene estar en primera línea. Los héroes de Kelly lo hacen por dinero, lo que contradice su heroicidad y les convierte en buscadores de fortuna, y a la propuesta de Brian G. Hutton la acerca a la aventura; que es lo que es. Adiós, órdenes, hola, plan de Kelly, un rostro pétreo interpretado por Clint Eastwood, pues ¿quién mejor que Eastwood para poner cara de piedra e ir en busca de un puñado de dólares en compañía de Savallas, Sutherland, Don Rickles, Harry Dean Stanton y el resto de la banda?
No era la primera vez que el actor protagonizaba una aventura bélica —años antes también había asomado brevemente por La escuadrilla Lafayette (Lafayette Escadrille, William A. Wellman, 1957)—; lo había hecho en El desafío de las águilas (Where Eagles Dare, 1968), también dirigida por Hutton. En ambas, va de tipo duro y no le cuesta apretar el gatillo, aunque en Los violentos de Kelly asume mayor desenfado a la hora de hacerlo. Su rol de ex-oficial, “ex” debido a que fue degradado tras pagar por el error de algún superior que mandó a la mitad de su pelotón a la muerte, le confiere cierto tono de marginalidad y rebeldía. Su independencia de la aporta su presentación, en plena noche y en territorio enemigo, a donde ha ido en busca de un prisionero que les informe sobre los mejores hoteles y las mujeres de Nancy, pero lo que descubre cambia sus prioridades. No se trata de movimientos de tropas ni de ofensivas, se trata del par de lingotes de oro que su prisionero, un coronel del servicio de información alemán, porta en su maletín. El teutón insiste en contarles sobre los planes, pero ni gran Joe (Telly Savalas) ni Kelly tienen el menor interés. En ese primer instante Joe solo quiere información turística y Kelly sonsacarle información sobre el oro, motor que le pone en marcha, a él y sus socios, y confiere a Los violentos de Kelly un tono gamberreo que por momentos resulta simpático, entretenido y cumplidor de lo que promete: dejar a un lado la realidad de la guerra y convertir el escenario bélico en el campo de acción de un grupo de hombres que, al tiempo que pretenden dar el golpe de su vida, luchan por sus propios intereses. De ese modo, ya no se puede hablar de pelotón, sino de un grupo “anárquico” dentro de un sistema jerarquizado y (des)organizado, cuyos mandos ni siquiera conoce la posición de sus propios hombres. Por otro lado, la falta de sermón de Hutton, director que rueda la película rebelándose ante el sinsentido de la guerra, prioriza la broma que se trae entre manos. Empuja o da rienda suelta a sus protagonistas para que campen a sus anchas en busca del tesoro, y logra conexión inmediata entre ellos y los cómplices del otro lado de la pantalla, ya sea apoyándose en la música de Lalo Schiffrin, en la parodia del alto mando, en el supuesto buen “rollito” hippie de Oddball (Sutherland) y sus muchachos o en la marcha del pelotón protagonista. ¿Quién sabe? Quizá resultase interesante o decepcionante ver cómo habría sido el montaje sin los cortes de los productores, tijeretazos que Eastwood criticó, pues, al parecer, los personajes perdían su parte emocional; pero, a estas alturas, solo puedo verlos entregados en cuerpo y alma al metal dorado.
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