Durante el coloquio que forma la primera parte del libro que el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva dedicó a Julio García Espinosa, Las estrategias de un provocador (2001), el director cubano dice que <<adoramos Casablanca (Michael Curtiz, 1942) pero sin Ingrid Bergman y Humphrey Bogart jamás haríamos una película tan tonta>>, y quizás no estuviese equivocado, aunque, a continuación, expondré mis dudas al respecto. La pareja funciona, y tanto la actriz como el actor parecen haber nacido para interpretar a Ilsa y a Rick. O así queremos verlo. Todo el reparto está pletórico, sobre todo el británico Claude Rains, y la película sale ganando y no resulta una <<tan tonta>>. En otra parte del coloquio, no sin razón, García Espinosa afirma que el cine hecho en Hollywood es <<el ejemplo más refinado y tecnificado del populismo>> y (añado) el más popular de planeta, populismo que en el film de Michael Curtiz asoma de principio a fin. ¿Se equivoca el cubano al insinuar que sin la pareja el film sería tonto? Probablemente, porque existe un objetivo claro y se logra lo propuesto: entretener, emocionar y guiar la opinión pública. En esos tres aspectos, Casablanca resulta magistral; lo demuestra con creces y acierta de pleno. Hollywood sabe manipular, como pueda saber hacerlo un locutor de radio con sus oyentes; no hay grandeza sin ese juego que depara la complicidad y Curtiz logra hacer cómplice a su público, que se posiciona y seguramente se emociona al entonar la Marsellesa o al ser testigos del principio de una gran amistad. La grandeza del cine obedece a las emociones que sus imágenes y sonidos (incluyo sus palabras) generan en su público. Y en eso de emocionar, y llevar allí donde desea, Casablanca es magistral. Lo es tanto como cine como propaganda ideológica, la que exige ese momento en el que Hollywood (y el país) entra en guerra y necesita borrar la sombra del aislacionismo previo al ataque a Pearl Harbor. Todo cuadra y todo funciona para que así sea, desde sus decorados hasta su reparto, pasando por la iluminación, por sus diálogos, algunos para enmarcar —<<En el mundo que vivimos, el aislacionismo no es una política práctica>>, le dice Ferreri (Sydney Greenstreet) a Rick, cuando este se niega a hacer negocios con él; <<¿Cuál es su nacionalidad?>>, le pregunta el oficial alemán a Rick, y este le responde <<Soy borracho>> o el yo <<confieso que carezco de convicciones, yo voy con el viento y el viento actual proviene de Vichy>>, de Renaud, que suelta perlas de ironía y cinismo—, la música de Max Steiner y el ya legendario El tiempo pasará que Sam toca otra y otra vez. Todo ello confluye en Rick’s porque todo el mundo va a Rick’s —título de la obra teatral en la que se basó el guion de los gemelos Epstein—, cuya atmósfera cinematográfica, de cuento de cine, elimina cualquier resto de su origen teatral, aunque no de la propaganda que se potencia sin disimulo, puesto que este emotivo film dirigido por Curtiz obedecía a una necesidad inmediata… y en eso también resultó una obra maestra…
Cuando Michael Curtiz rueda la película en 1942, medio mundo se encuentra envuelto en el conflicto bélico más sangriento apuntado por la historia, la Segunda Guerra Mundial, y el Tercer Reich domina gran parte de Europa y el norte de África. Una vez declarada la guerra a Japón y que Alemania se la declare a Estados Unidos, la nueva realidad convence a las productoras hollywoodienses para realizar una serie de películas de propaganda bélica (antinazi) con las que intentan reflejar su oposición a dicho régimen, y lanzar una advertencia ante el peligro que éste supone para la libertad y la democracia. Esta constante no sería ajena a Casablanca, cuya postura queda definida desde el primer momento, cuando se ubica la trama en el Marruecos francés (“libre” de la ocupación alemana), en concreto, en la ciudad de Casablanca, donde a primera vista impera un ambiente neutral y multinacional. Esta variopinta gama de exiliados tienen dos rasgos comunes: su estancia en la ciudad se debe a su imperante necesidad de huir de un terror real y otra más agradable, todo el mundo va a Rick's (Everybody comes to Rick's, título original de la pieza teatral que inspiró el guión). La ciudad se convierte en un lugar de tránsito, donde centenares de refugiados aguardan por el visado que les permita abandonar un presente incierto y amenazador; sin embargo, ante la dificultad de conseguirlo, pasan su tiempo como buenamente pueden, decantándose por la diversión que les aleje de sus temores o, al menos, los minimice. Esa evasión la encuentran en el local de Rick (Humphrey Bogart), un desencantado, un corazón roto, un hombre encerrado en sí mismo, que no toma partido, salvo si le afecta de lleno, aunque, bajo su máscara, no puede dejar de ser un romántico y un idealista; y ese idealismo despierta de su letargo con su reencuentro con Ilsa (Ingrid Bergman). La coraza del héroe, creada para no sufrir, le ha transformado en un cínico, aunque solo en apariencia, pues, desde su presentación, se puede entrever que este apátrida es un sentimental, como le dice el capitán Renaud (Claude Rains), que terminará por asumir una postura que nace a raíz de la aparición un fantasma del pasado que produce el conflicto moral que despierta su conciencia.
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