sábado, 3 de diciembre de 2022

Romancero marroquí (1939)


Como la vuestra y la mía, la odisea existencial del protagonista de esta historia se inició al nacer, pero uno de sus momentos cruciales se produjo con un golpe militar y el posterior estallido de una guerra civil que le obligó a vivir una situación que, en tiempo de paz, puede sonar ilógica. Pero en la guerra la lógica se pierde y, entre el caos, el sinsentido se carcajea de sus víctimas, sin piedad, y los acontecimientos se descontrolan, sin atender a razones. Así que a él, aquel conflicto bélico, que estalló en julio de 1936, lo situó físicamente en el lado donde no quería estar y, para llegar donde sí quería, se vio metido en líos y en fugas, en disfraces y trenes militares. De la casa de sus padres, en Galicia, a Sevilla, donde esperaba la ayuda de unos familiares de su mujer, hasta llegar a Francia, para regresar a la España del otro lado, pasaron unos dos años. A su llegada a la capital andaluza supo que sus familiares habían sido encarcelados por ser republicanos. Las opciones se reducían para el matrimonio, pues las orillas del Guadalquivir también eran territorio controlado por los golpistas. Así, pues, con sus opciones más oscuras que una noche de invierno ártico, brilló su aurora en forma de insignia de la Legión Cóndor, Sección Civil Anti-Gas, de la que apenas conocía más que el nombre del alemán que se la entregó y que le puso en contacto con otros “rojillos”. De ese modo, Krüger le salvó la vida. Era el profesor de idiomas de su mujer y tuvo un gesto que le honró y que, sin ninguno saberlo, fue otro paso más y uno menos para llegar a un rodaje franquista en tierras rifeñas donde, aparte de hacer lo que venía haciendo desde 1934 (realizar películas documentales), el anónimo planeó y puso en práctica su fuga y la de su mujer a Francia, donde ella aguardaría el final de la guerra que les deparó el exilio. Pero ampliar lo dicho corresponde a otro cuento. Ahora, me centraré en el cuento propagandístico y cinematográfico que resultó de todo aquello.


Dicen que en pase privado de la película, Franco sintió satisfacción por el montaje que le exhibían; y es probable que así fuese, pues la introducción de Romancero Marroquí (1939) inserta frases en las que se habla de él en buenísimos términos y de lo que él y los suyos dieron en llamar cruzada, que no era otra cosa que un alzamiento militar contra la democracia. Aquella palabra tenía una intención propagandística, la de hacer pasar un acto de traición por una acción más allá de lo terrenal; es decir, apelaba a lo religioso (al catolicismo arraigado en gran parte de la población) para legitimar/divinizar su acto contra la República, como si el levantamiento fuese mandato divino. Posteriormente, estos “cruzados” acusarían a los republicanos del delito que, código penal en mano, ellos sí habían cometido. Pero esa también es otra historia que se desvía de la de este film en el que la propaganda se lee en los créditos. Lo que no venos es el nombre de su director, el Odiseo de mi relato. En su lugar, asoma el nombre de Enrique Domínguez Rodiño, quien produjo la película y quien le propuso el trabajo que él anónimo aceptó. Lo primero era idear qué hacer, así que empezó a apuntar ideas en papeles que guardaba en los bolsillos. Tampoco sabía si le valdrían, pero por algo había que empezar. A su mente acudieron imágenes filmadas por Robert J. Flaherty en las que se observa a un hombre en lucha con el medio, pero también como parte del medio. El mar era indisociable a su vida, así como el ecosistema costero donde vivía con su familia. Aquella película se titulaba (y titula) Hombres de Arán (Man of Aran, 1934) y el cineasta ourensano empezó a planificar a partir de ahí, sin saber muy bien que sería de su futuro o si lo tendría. Pero volviendo anonimato autoral de Carlos Velo, su explicación es sencilla y al tiempo compleja. Sencilla, porque aprovechó su estancia en Marruecos para embarcar en Tánger rumbo a Francia; y compleja, porque no las tenía todas consigo. Pero que sea él quien nos cuente parte de su historia.


<<En Marruecos rodé una película para la U.F.A. y para la C.E.A., con un productor llamado Rodillo. El equipo era de la C.E.A. porque yo había hecho documentales para la C.E.A. y para CIFESA. La película la rodó el camarógrafo Ricardo Torres y, como ayudante, Cecilio Paniagua, que era el camarógrafo de mis documentales. Durante la filmación de esta película pasaron seis meses, o sea que pasé bastante tiempo ahí en Marruecos. A los seis meses debía trasladarme a Berlín. Firmé un contrato a condición de pasar por Tánger y allí, aunque iba acompañado por dos alemanes muy serios, los despisté en el hotel, cogí las maletas —también en un gesto audaz, puesto que allí cazaban los falangistas a los republicanos— y tomé un barco para Francia, desde donde vine a Barcelona. Llegué a Barcelona y viví toda la retirada, hasta el final.>> (1)


Aunque omitido de los créditos, Carlos Velo y su equipo, en el que solo había otro republicano, Paniagua, filmaron en el Africa magrebí entre febrero y noviembre de 1938, cuando todavía la guerra se estaba desarrollando en varios frentes de la península ibérica. Las imágenes de esta coproducción hispano-alemana no esconde su intención propagandística; de hecho, el film pretendido por Velo era distinto al que finalmente se estrenó —tampoco el título, el suyo era Yebala. Dicha propaganda queda apuntada en ese inicio y en otros momentos, sobre todo en la insistente voz del narrador y en la parte central y final del film, en el inacabable militarismo en el que se adiestran unos niños. El rótulo inicial  inserta su loa al “hermano marroquí” que lucha bajo el mando de los sublevados que, con la inestimable ayuda militar y logística nazi y fascista, acabaron con la II República. Pero antes de que la odisea del protagonista concluya, se descubre lo que vendría a ser un documento antropológico, el pretendido por el director gallego, en instantes que exponen el entorno geográfico y humano. A Velo, biólogo de carrera, igual que su mujer, le interesa la vida, las raíces, el lugar. Mira a los hombres y a las mujeres, los identifica con y en el medio que ocupan. Su mirada antropológica confiere atractivo a la película, logrando que un film de propaganda también sea un documento etnográfico genuino. La etnografía no era nueva en su cine, ni sería la última vez, pues sus documentales y sus películas insisten en el paisaje humano. Romancero marroquí, su primer largometraje, no escapa a dicha intención y, como ya se ha señalado, encuentra sus modelo en el documentalismo de Flaherty, de quien no dudo que quienes se consideran cinéfilos habrán visto alguna película suya, sin ir más lejos la mítica Nanuk, el esquimal (Nanook of the North, 1921), considerado el primer largometraje documental, y Hombres de Arán, la que Velo tenía en mente cuando inició su aventura marroquí. ¿Qué film hubiese sido, de seguir la idea del cineasta y no la propagandística? Lo ignoro, como ignoro cuántas cosas pudieron ser y no fueron; y otras que fueron cuando no debieron ser. Lo único, decir que el Romancero marroquí apunta la evolución del cine de Velo y su intención antropológica, lejana de la propaganda que se va imponiendo sobre todo a través de la voz del narrador, cuya insistencia resulta en exceso cansina.


(1) Carlos Velo, en la entrevista concedida a Roman Gubern, en 1976. Publicada en la revista Secuencias, número 4, 1996.

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