A la épica no le importa quien fue la persona, le importa quien fue el mito, el personaje que el devenir y la cultura popular idealizan; tampoco a la Historia, que se interesa por los hechos, aunque, en ocasiones, los presume a partir de datos que no permiten mayor exactitud. La psicología pretende explicaciones científicas y racionales a las emociones que desbordan y el cine de aventuras suele ir en busca del espectáculo y de la superación de trabas; mientras, el biográfico simpatiza con la sucesión de instantes melodramáticos y aquellos que ensalzan —o rechazan, si son personajes considerados negativos— a sus biografiados, que, en la mayoría de los casos, parecen reflejos del mismo modelo. Muchas de estas imágenes se alejan de cualquier parecido con la persona real que las inspira, y hacen de ellas personajes que campan su planicie por la pantalla. Pero a David Lean, en Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962), sí le importa quién es y qué impulsa a su protagonista a ser la leyenda potenciada por la prensa y a la que las tribus árabes siguen porque les proporciona victorias. Incluso, el propio Lawrence, hombre singular, sufrido, culto e ingenuo, traspasa líneas racionales y llega a creerse su leyenda. Por un momento, superado por cuanto experimenta, se sitúa a sí mismo por encima del resto de los mortales, antes de caer y descubrir que solo es un hombre con quien han jugado fuerzas e intereses —el Lawrence histórico conocía el acuerdo Sykes-Picot, lo desaprobaba y le generaba conflicto— que escapan a su comprensión y a su sueño de una Arabia para los árabes. Su paso por Oriente Próximo —por entonces, en mayor parte todavía bajo dominio del Imperio Otomano—, durante la revuelta árabe (1916-1918), dio fama y gloria a Thomas Edward Lawrence, pero también pesares. El mismo escribiría su experiencia en Los siete pilares de la sabiduría, libro que Robert Bolt y Michael Wilson toman de referencia para crear el guion de Lawrence de Arabia, una de las mejores superproducciones de la historia del cine. Lo es por su forma y por su espectáculo, por su pausa y su épica, que se equilibra con el intimísimo emocional que Lean introduce para que todo funcione dentro y alrededor de su héroe, alguien en conflicto emocional, entre el deber, el ser y el querer, más que racional, un soñador; al tiempo frágil y fuerte, alguien que hace y siente suyos los espacios desérticos por donde transita su aventura vital. Peter O’Toole transmite en sus gestos y en su mirada, en sus palabras precisas, en su aparente alejamiento de la realidad que transforma y le transforma, la fragilidad y la entereza de su personaje, su evolución, su conflicto, el creerse su propia invención, sus ilusiones rotas. Él y los personajes que lo acompañan llenan cuatro horas de aventura, cine y biografía, de drama y de un pedazo de historia que desvela los intereses que utilizan a Lawrence para su beneficio, nunca para ver cumplida la idea que mueve a quien logra unir a las tribus beduinas para darles su sueño, uno sueño en el que solo él y unos pocos como Sherif Ali (Omar Sharif), que se erige en la conciencia racional de su amigo inglés, el hombre que idolatra, ama y teme, sueñan de verdad…
La popularidad de David Lean se había disparado gracias al éxito de El puente sobre el río Kwai (The Bridge on the River Kwai; 1957), pero esto no le descentró ni le precipitó a la hora de llevar a cabo su siguiente proyecto. Se tomó su tiempo para desarrollar su siguiente producción, la cual, al igual que su anterior film, deparó el magistral retrato de un hombre superado por su sueño de grandeza, uno que, al tiempo que le permite acariciarlo, le roba parte de su humanidad. Siete fueron los pilares de la sabiduría con los que T. E. Lawrence tituló su autobiografía y, al menos, sobre otros tantos, Lean edificó su Lawrence de Arabia: el espacio fotografiado por Freddie Young, la partitura de Maurice Jarre, el guión de Robert Bolt y Michael Wilson, la acertada y ambigua composición realizada por Peter O'Toole, el resto del elenco, el diseño de producción a cargo de John Box y la narrativa empleada por el cineasta, que desarrolla una ficción cinematográfica que rehuye ensalzar hechos y simplificar la compleja personalidad del protagonista.
El interés del realizador británico se centró en mostrar la dualidad (hombre-mito) de ese individuo absorbido y obsesionado por la idea que finalmente le vence. Dicha idea se gesta en las arenas del desierto donde T. E. Lawrence contacta con las tribus beduinas a las que pretende unir para ofrecerles la posibilidad de Arabia, en 1917, todavía una quimera con la que también sueña el príncipe Faysal (Alec Guinness). Pero la narración se inicia en el presente, en Inglaterra, cuando el personaje principal circula a toda velocidad en su motocicleta, en un instante que marca su fin y el principio del relato, que ocupa un solo flashback que sobrepasa las tres horas de duración. Las imágenes viajan al pasado para descubrir al joven teniente inglés destinado en Egipto. Allí su apatía es evidente, como también evidente resulta ser su carácter, que no se amolda al esperado en un oficial del ejército británico. Quizá sea este el motivo que convence al señor Dryden (Claude Rains) para enviarlo al encuentro de Faysal, con la misión de estudiar la situación y las costumbres de un pueblo que en realidad no existe como tal, pues se encuentra diseminado y dividido en numerosas tribus que luchan entre sí. La lucha interna entre los diferentes clanes árabes se muestra de manera explícita durante su viaje en busca de Faysal, cuando su guía es asesinado por Sherif Ali por beber de un pozo prohibido para los miembros de su facción. Este conflicto tribal volverá a mostrarse en sucesivas ocasiones, sobre todo en los enfrentamientos verbales entre Ali y Auda Abu Tayi (Anthony Quinn), los dos árabes que más tiempo comparten con el europeo; el primero por amistad, por amor, y el segundo por dinero, aunque también por la amistad, por admiración mutua, que nace de la relación bélico-comercial que mantienen.
La entrevista entre Lawrence y Faysal permite comprender el talento político del príncipe árabe y profundizar en la personalidad del inglés, que no teme al desierto y tiene el propósito de liderar a los árabes en la conquista de sus tierras, propósito que solo sería posible si se produjese un milagro. La grandeza del protagonista también es su flaqueza, cree en sí mismo y por eso triunfa, sin embargo, esa misma confianza se convierte en la locura que genera sus éxitos y sus fracasos. Su primer contratiempo se presenta cuando se propone realizar el milagro de cruzar el desierto, tan extenso y peligroso que nadie lo ha intentado con anterioridad. Sin embargo, para él nada es imposible, porque <<nada está escrito>>. No obstante, su hazaña (atravesar el desierto de Nefut en compañía de Ali y de otros cincuenta hombres) implica su primera derrota, que se gesta cuando Gasim (I. S. Johar) se pierde y Lawrence regresa en su busca, empujado por la constante de creerse dueño de su destino y del de quienes lo acompañan. Sin embargo, después de convencer a Auda para que les ayude a tomar Aqaba, ese destino que no contempla, más allá de sus propias decisiones y actos, le exige saldar cuentas y lo obliga a ejecutar a quien había salvado. A pesar de este hecho, el teniente Lawrence, aclamado entre los árabes, continúa sin aceptar que su intención supera sus posibilidades, por eso se lanza a la carga y conquista la ciudad inconquistable. Tras la caída de Aqaba, regresa a El Cairo, aunque antes comete su segundo error: escoger la ruta del Sinaí. Esta elección sería su manera de manifestar que no es un hombre corriente, sino alguien equiparable al Moisés bíblico, sin embargo, como dice Auda, <<Lawrence no es un profeta>>, y como hombre se confirma su segunda derrota: la muerte de uno de sus dos fieles acompañantes. Este hecho rompe el frágil equilibrio de Lawrence, como denota su rostro, su cuerpo y su posterior entrevista con el general Allenby (Jack Hawkins) y el señor Dryden, quienes lo consideran vital, pero prescindible. A partir de ese momento, la mente del nuevo comandante parece haber perdido el sentido de la realidad y se convence definitivamente de ser un hombre fuera de lo normal, que sin duda lo es, pero sin poder comprender ni aceptar que para él también existen limitaciones; unos límites que Ali intenta mostrarle sin éxito. Inicialmente Ali considera a Lawrence excepcional, capaz de realizar grandes gestas porque <<para algunos hombres no hay nada escrito si ellos no lo escriben>>, pero los hechos que presencia sustituyen la admiración por el temor, aún así, su amistad es sincera y nunca abandona al oficial británico. El intimismo de Lawrence de Arabia se equilibra con la inmensidad del escenario de arena y roca donde se representa la historia de un hombre en conflicto consigo mismo, cuya idea de grandeza lo supera para volverla en contra de su humanidad y contra los intereses de los implicados en la revuelta, confirmándose que su destino sí estaba escrito, porque él no ha sido más que un peón en un juego que otros han inventado. Ese mismo destino lo aleja de Arabia mientras una moto, similar a la de su accidente, adelanta al automóvil que lo separa definitivamente de una tierra que le ha dado y quitado, una tierra donde el ser de carne y hueso se convirtió en leyenda gracias a los artículos periodísticos de Bentley (Arthur Kennedy), pero en realidad, a pesar de sus victorias, ese supuesto héroe sufre derrota tras derrota, quizá la más dolorosa, y la que rompió su equilibrio y lo transformó en el ser sediento de sangre que se descubre camino de Damasco, sería la de caer en las manos del grotesco general turco interpretado por Jose Ferrer, que ordenó torturarle tras haber rechazado sus "encantos", y que posiblemente le sometería a otras vejaciones que mermaron las capacidades lógicas de un hombre ilógico, protagonista absoluto de esta magistral historia humana, llena de matices, de luchas internas y externas, que se extienden desde la arena del desierto hasta el corazón de aquel que deseaba entregar Arabia a los árabes mientras sucumbía ante su sueño de grandeza.
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