miércoles, 16 de noviembre de 2011

Cero en conducta (1933)



Su delicada salud provocó su muerte a los veintinueve años, pero su prematuro fallecimiento no impidió que 
Jean Vigo dejase su impronta en la historia del cine francés y también en el mundial. Lo hizo con solo cuatro títulos, aunque fueron Cero en conducta (Zéro de conduite, 1933), mediometraje de 44 minutos, y el largometraje L'Atalante (1934) los que le mitificaron y convirtieron en un referente cinematográfico al romper con lo establecido y sentar algunas bases que posteriormente serían empleadas por directores como François Truffaut, quien explicó la influencia de Cero en conducta a la hora de realizar Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959). Censurada y prohibida durante años, al ser considerada una película antipatriótica y anarquista, se descubre en ella el rechazo de su autor al comportamiento intolerante y a la ignorancia de su época. Para ello, Vigo potenció la libre expresión de lo "incorrecto y anárquico", que se aleja de la seriedad y del riguroso control del mundo adulto al que se oponen los niños del internado donde se desarrolla la historia (autobiográfica); sobre todo, tres de ellos: Bruel (Coco Golstein), Causatt (Louis Lefebvre) y Colin (Gilbert Pruchon), a quienes se unirá Tabard (Gérard de Bédarieux), el recién llegado al centro, de apariencia frágil y a quien los profesores pretenden mantener bajo su dominio.


El internado se presenta como un lugar de opresión donde los niños son controlados, pero también es un lugar para la diversión y la anarquía, para las ocurrencias, los juegos y las travesuras de los jóvenes estudiantes que únicamente salvarían de la quema al profesor Hughet (
Jean Dasté), un buen tipo influenciado por Chaplin, que imparte sus clases de una manera mucho más libertaria y divertida que el resto de sus rígidos colegas de profesión. Ese carácter diferente, más abierto, flexible, cercano y liberal, le granjea las simpatías del alumnado y el ser respetado por la revolución que los internos tienen planeada. Hay un espíritu libre y creativo tras Cero en conducta que le confiere su carácter trasgresor, rebelde y universal, pero enfocando su discurso dentro de ese microcosmos infantil que sufre la opresión de los adultos, intolerables, de pensamiento rígido y anclados en viejas costumbres, guardianes de un orden que prohíbe la espontaneidad en los muchachos y censura su alocado y necesario comportamiento juvenil, parte de su identidad y de su construcción, el cual consistiría en la búsqueda de la diversión, en dar rienda suelta a la imaginación y en transgredir las normas que pretenden someterlos y que ellos rompen en instantes como la guerra de almohadas que se me antoja inspirada en la escena colegial expuesta por Abel Gance en Napoleón (1927). Por ese motivo, por ser ellos mismos y no la imagen apagada y controlada que pretenden los guardianes del internado, los niños desean enfrentarse al sistema que pretende alienarlos y que intenta suprimir cualquier atisbo de rebeldía, que no sería más que un signo vital de su edad y de su (r)evolución vital. ¿Hasta dónde habría podido llegar un poeta de la imagen como Jean Vigo si hubiese tenido tiempo para, cuando apenas había iniciado, proseguir con su carrera artística? ¿Quién sabe? Pero ahí quedan esas dos obras que testifican el talento de un cineasta que basó el relato del film en experiencias propias vividas durante su infancia, cuando él mismo fue alumno de un internado similar al que sirve de escenario para su Cero en conducta.

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