jueves, 28 de diciembre de 2023

Napoleón (1927)

He visto dos veces el Napoleón (1927) de Abel Gance. Una hace muchos años, andaría yo por la veintena, y otra hace menos de un mes, a las puertas de la cincuentena, en su versión restaurada. Prácticamente no la recordaba y confieso que me aburrió la postura de Gance, no su técnica. Supongo que en mi juventud no lo hice, pero ahora me gustó fijarme en la innovación visual de determinados momentos y por otra, sentí como el personaje de Napoleón me sacaba de la película; de hecho, su eterna pose heroica y tanta exaltación por parte de Gance me aburrían. Me entraban ganas de mandar a Gance y al personaje a una roca en medio del océano. Escribí en la libreta que uso para apuntar algunas ideas: “tal exaltación me enferma”. Pero no puedo negar que visualmente posee momentos desbordantes que influirán en otros. Hay una escena en la que Gance sustituye la figura del general por la de un águila que sobrevuela sus tropas antes de la batalla; fue el enésimo momento de sonrojo, pero, desde su perspectiva visual, me hizo pensar que, quizá, de ahí sacase Leni Rienfenstahl su idea para el inicio de El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, 1934). Lo que quiero decir es que, de las que recuerdo haber visto, es la más impactante de las producciones sobre Napoleón. Visualmente tiene grandes momentos, el tríptico panorámico creo que es el más impactante (o lo sería en su época), pero su contenido me suena hueco y el personaje me parece una caricatura insoportable. Su aparición en distintas películas, apunta que la figura napoleónica se hace demasiado grande para el cine o para los cineastas y los actores que le han dado vida. Ya no se trata de que parezca real, sino que nunca parece verdadero. Y supongo que por muy humano, grande, megalómano e imperfecto que fuese, el real sí sería creíble. En cine, no...

Napoleón es el personaje más cinematográfico, el que probablemente más veces haya asomado en la pantalla y el que seguro nunca asomó tal como fue el real; tampoco su época, pues, más allá del momento, solo es posible su recreación, su evocación o su reconstrucción a partir de algunas fuentes. Ni siquiera aquel Bonaparte de quien hablan los historiadores (que, obviamente, deben su atención al personaje histórico) y sus distintos biógrafos (que pretenden un retrato íntimo con el que explicar su psicología, y ensalzar o restar su intervención histórica) es el individuo complejo y poliédrico que fue en la realidad, el mismo que nació en Córcega, aquel que se nutrió y excretó con regularidad o estreñimiento a lo largo de su vida, el que llegó a ser el político más poderoso de Europa y el que cayó de lo más alto; también fue el ser íntimo y aquel que expuso y calló pensamientos. El definir a cualquiera reduciéndolo a tal o cual modo y carácter es osado y supera la muy limitada capacidad humana de conocerlo y la tendencia a idealizar lo amado, lo odiado, lo desconocido, dando forma a lo inexistente, es decir: al mito y al ser legendario. No podemos abarcar lo inabarcable, seguro que dijo alguien. Tampoco el cine puede atrapar el todo, de modo que la persona pasa por el filtro cinematográfico y el resultado lo aparta de cualquier posibilidad de ceñirse a la realidad; algo que por otra parte ningún cineasta (ni guionista) pretende a la hora de realizar una ficción dramática o cómica, un espectáculo épico y un acercamiento a la figura de Napoleón Bonaparte u otros megalómanos de su talla: un Alejandro de Macedonia o un Julio César. Como estos y tantos nombres que se pierden en las páginas de la Historia, sería admirado por unos, rechazado por otros, temido por muchos. También, resulta contradictorio.

Napoleón fue enemigo de las monarquías tradicionales europeas, pero quiso reinar por encima de todos, ceñirse su corona imperial, situarse en la cúspide y ahí establecerse. El cine lo transforma en personaje y si hay una obra mítica sobre la figura legendaria del corso, esa es la estrenada por Abel Gance en 1927, el año de la mediocre y parlanchina, pero imprescindible (para comprender la irrupción y el éxito del sonoro), El cantor de Jazz (The Jazz Singer, Alan Grossman, 1927), el mismo durante el cual Víctor Sjöström rodaba el magistral western psicológico El viento (The Wind, 1927) y en el que Murnau lograba una de las cimas de la poesía cinematográfica en Amanecer (Sunrise, 1927). Al igual que estas dos últimas, la propuesta de Napoleón (1927) es visual, dinámica y arriesgada. Busca soluciones que posibiliten la estética perseguida, desde la cual, Gance, en su megalomanía cinematográfica, crea ilusión visual. En esto era un maestro, ya lo había demostrado en films como La rueda (La Roue, 1921) o Yo acuso (J’Accuse, 1919). Gance era un adelantado, habrá quien prefiera llamarlo vanguardista, y lo volvía a demostrar en esta película biográfica que idealiza a la figura napoleónica. Rodada entre 1925-1926, fue su película más ambiciosa, ya no por su elevado coste, sino por dar <<rienda suelta a sus experimentos, usando el tríptico (pantalla triple) y cámaras muy ligeras, con motor de cuerda. El resto de la obra no interesa tanto, pero ello no impide que el lenguaje de Abel Gance sea de una auténtica calidad cinematográfica. Es, después de Griffith, de los que más han hecho para investigar el lenguaje cinematográfico.>> (1) Con su pantalla triple, Gance logra un efecto panorámico que antecede en un cuarto de siglo a la pantalla ancha del cinemascope —La túnica sagrada (The Robe, Henry Koster, 1953) fue el primer largometraje que se estrenó en este formato—.

Napoleón alcanza su mayor esplendor para la Historia después de la Revolución y el Terror que la siguió. Entonces, su figura se hace poderosa, es consular y posteriormente imperial. Es el héroe aclamado por los franceses, el victorioso de Austerliz y el derrotado de Waterloo, pero las campañas napoleónicas no tienen cabida en el film de Gance, salvo la italiana, anterior a su coronación. Se centra en la Revolución, el Terror que la siguió, en Josefina y en la campaña en Italia con un tono de exaltación máxima de esa figura que Gance desea mesiánica. Años después, el cineasta retomaría la figura de Napoleón en la menos lograda Austerlitz (1960). Pocos personajes en la Historia han llamado la atención sobre sí como este militar que llegó a lo más alto y también a lo más bajo en la soledad de su destierro, pero, entre su participación en la Revolución y su caída definitiva se desarrolla una vida de victorias y derrotas, de sonadas conquistas y de varapalos como Trafalgar o la guerra de independencia española, narradas por Pérez Galdós en los Episodios Nacionales, o la campaña de Rusia, magistralmente detallada por Tolstoi en Guerra y paz. El golpe de estado del 18 Brumario de 1799 significó la subida al poder de Napoleón, quien, cinco años después, en 1804, se hacía coronar emperador, corroborando definitivamente que lo suyo era el poder y la gloria. Pero, como apunto arriba, Gance prefiere seguir los pasos del joven Bonaparte, desde su niñez en la escuela, cuando ya se muestra diferente al resto, hasta su contacto directo con el devenir histórico que deparó el fin de los Borbones franceses, la implantación de la I República y su posterior nacimiento como el líder que intentará imponer las ideas revolucionarias a Europa; en realidad, como todo conquistador, intentaría imponer las propias. Para dar forma a su visión del héroe, Gance se toma su tiempo, más de cinco horas de metraje, en los que <<experimenta con el movimiento de cámara y los formatos de pantalla múltiple>> (2), dividiendo la pantalla hasta en nueve imágenes diferentes —en la escena de la guerra de almohadas que probablemente inspiró a Jean Vigo para la suya en Cero en conducta (Zéro de conduite, 1933)—, idealiza y exalta al personaje, lo transforma en el revolucionario romántico, épico, heroico, por momentos mesiánico, más cercano a un héroe de Lord Byron que al hombre en sí mismo y en la ambigua y confusa realidad que le ha tocado vivir y construir…


(1) Historias de Las Artes. Volumen III. El cinematógrafo, por Miquel Porter Moix. Editorial Marín, Barcelona, 1972.

(2) Historia General del Cine. Volumen V. Europa y Asía (1918-1930). Cátedra, Madrid, 1997.

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