Existe cierta tendencia a confundir el gusto de quien la juzga y la calidad de la obra juzgada. El público, individual o colectivamente, dice que un cuadro, un libro o una película es mala o buena, y está en su derecho; y en lo cierto, cuando se trata de una opinión subjetiva sobre la sensación que le causa. Pero a veces no se detiene ahí y concluye autoritario con un “tal o cual obra está minusvalorada o sobrevalorada”, “es una obra maestra” o “es infumable” para poner punto final a su opinión, en la que suele omitir el por qué de las copulativas expresadas sin ningún tipo de criterio artístico que las apoye; quizá sí por repetición de algo escuchado o en la creencia de que “minus- o sobrevalorada” “maestra” o “no fumable” concedan mayor contundencia y prestigio a su dictado. Lo asume sentenciando, sin posibilidad de opción, sencillamente porque le gusta o no. Pero el gusto nada tiene que ver con la calidad del objeto a valorar, ni el abuso de frases hechas determina más realidad que la de creer que el añadido confiere el grado de juicio objetivo a la opinión personal, que nace del subjetivo (no del objeto sobre el que se opina), la mayoría de las veces indiferente a la calidad intrínseca y artística de la obra que llena o no sus sentidos.
Hay a quien le horroriza la tortilla de Betanzos, Las señoritas de Avignon (1907) o El pensador (1904), pero eso no quiere decir que el segundo sea un mal cuadro ni el tercero una mala escultura; en cuanto al primero, es un plato que saboreo con sumo gusto pero que no considero Arte, aunque sí cultura y su elaboración tenga su arte. Al contrario, guste o no, indudablemente la pintura de Picasso y la figura de Rodin son dos obras de Arte y ninguna opinión individual o popular negativa podría cambiar la realidad artística del lienzo, clave en la pintura moderna, en el que el pintor rompe con la perspectiva espacial —quizá influenciado por Cezanne—, angula las líneas del desnudo y de los rostros femeninos —dos de los cuales remarcan la inspiración africana de este periodo artístico del genio malagueño— y crea la ilusión de primitivismo y del movimiento de los cuerpos ni la del bronce, que en manos del escultor cobra la forma humana y poética que escapa a explicaciones emocionales, aunque pueden ser explicadas desde una perspectiva artística-racional. Estos solo son dos ejemplos de tantos que demuestran que gusto y calidad no son sinónimos y, por tanto, un <<me gusta>> no implica saber de Arte o de aquello que, a veces inexplicable, hace de la obra, Arte.
Lo cierto, y quizá lo cómico o lo triste, según quien mire, es que muchos caemos en el error y en el empeño de que nuestro juicio determina algo más que nuestro gusto, cuando, en la mayoría de los casos, carecemos de educación artística y de conocimiento sobre lo que sentenciamos sin el menor esfuerzo y en la ausencia de reflexión crítica y estética, aunque sea una breve, sobre lo que nuestros sentidos captan y nos trasmiten al contemplar Arte. Es algo así como una necesidad de opinar y sentenciar, sin más; de decir o de dejar un <<ahí queda eso>>, sin que nada de lo que puedan decirnos sirva para hacernos comprender que <<mi gusto>> no influye en la obra que simplifico con un es <<mi opinión y basta>>. Pues no basta, al menos en cuestión de Arte. Es como si un experto en arquitectura explica a alguien la grandeza románica-barroca que da forma a la catedral de Compostela y ese alguien que la contempla sentencie la evolución y riqueza artística de las cuatro fachadas con un simple “no me gustan esas piedras”. En realidad, nada ha dicho, salvo su opinión —desde la perspectiva del gusto, totalmente válida y también rebatible—, pero parece satisfecho con su negación, como si esas cinco palabras pudiesen juzgar el valor artístico de cuatro caras arquitectónicas que son Arte, nacido de la creatividad y de las posibilidades barajadas por los maestros que dieron forma arquitectónica a los bloques de granito gallego que lucen en el corazón de la ciudad. Y ahora que pienso en gustos, que buena estaba la tortilla “betanceira”…
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