jueves, 4 de diciembre de 2025

Ludwig. Luis II de Baviera (1972)

Lejos de sus películas “neorrealistas” y de otras ambientadas en épocas contemporáneas, el estilo de Luchino Visconti me suena fantasmal y majestuoso, como la ensoñación de un reino imposible, más allá de la muerte, más que barroco, operístico, wagneriano en su desmesura y creo que un buen ejemplo de esa estética suya decimonónica, la de sus producciones ambientadas en el XIX, es Ludwig. Luis II de Baviera (Ludwig, 1972), en la que pretendía crear y representar su idea de belleza, ni masculina ni femenina, no me refiero a la andrógina de Muerte en Venecia (Morte a Venezia, 1971) representada por el adolescente, ni natural ni mental, más que nada artística, irreal en la sensación que genera y ornamental, una belleza creada por él mismo para embellecer la ocasión y deleitarse; pues no se debe olvidar la aspiración artística del cineasta, convencido de que él hacía arte. No se lo discuto; ni aunque quisiera podría hacerlo. La belleza, el conflicto interior y el arte hechos cine en Visconti o el intento de crearlos fantaseando el pasado también asoma en Senso (1954), El gatopardo (Il gattopardo, 1963), La caída de los dioses (La caduta degli dei, 1969), Muerte en Venecia y Confidencias (Gruppo di famiglia in un interno, 1974). En todas ellas es elegante, aristocrático, artista de lo majestuoso y de lo espectral, pero, aunque no le resto valor a esta parte de su obra, no puedo negar que me resulta el Visconti que menos me gusta porque soy mundano y solo proyecto mis fantasmas en el porvenir. Me decanto por el primer Visconti, el de Obsesión (Obssessione, 1942), La terra trema (1948) y Bellísima (Bellissima, 1952) o por el de Rocco sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli, 1960), en la que llega a ser operístico y trágico, pero más mundano y terrenal que en las que sitúa en el siglo XIX en entornos aristocráticos o mismamente en la Alemania nazi en La caída de los dioses; películas en todo caso rodadas en color, del cual Visconti hace uso para crear la sensación espectral y de irrealidad que se percibe en sus films de época, una ya muerta, fantasmal, inexistente salvo en la mente y la memoria, donde se gesta la invención…

En todo caso, Visconti no cae en la estupidez de pretender ser otro, aunque sea un hombre lleno de contradicciones y en conflicto, lo cual no deja de ser natural al ser humano. Él se sabe artista, sensible como el que más y con un imaginario propio que expresar a través de sus montajes operísticos, del teatro y el cine. Así plasma en escena su mundo interior y su canon de belleza. En estas producciones es más que nunca el artista que persigue ser a través del cine, el que quiere crear (y crea) una estética propia. En ellas se le nota a leguas su gusto por los detalles, por ser detallista hasta extremos insospechados, los adornos, el montaje de un decorado a su gusto o acorde con su gusto, que él tenía en muy alta estima; probablemente por encima de la del resto de personas que le rodeaban, aunque en este y en tantos films contó con una coguionista tan elegante y exquisita como Suso Cecchi D’Amico (y también con la colaboración de Enrico Medioli). En este aspecto, Visconti fue un arquitecto y un escultor, pues también esculpe los personajes acordes al espacio que crea. Ludwig (Helmut Berger), su prima Isabel de Austria “Sissi” (Romy Schneider), el compositor Richard Wagner (Trevor Howard) son plenamente figuras viscontianas, ninguna remite, salvo por el nombre y alguna característica histórica puntual, a los personajes reales. A Visconti el perseguir la realidad histórica no le interesaba, y su paso por el neorrealismo ya quedaba lejos, aparte de ser efímero, pues en su cine priorizaba sin disimulo su realidad interior la del artista, incluso la del que tiene complejo de Pigmalión y quiere cincelar su ideal de actor en Helmut Berger en tres de sus películas, como la imagen de un (im)posible Alain Delon, a quien había dirigido en dos anteriores…

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