sábado, 13 de diciembre de 2025

Una batalla tras otra (2025)


Once años atrás, Paul Thomas Anderson se inspiró en Thomas Pynchon para rodar Puro vicio (Inherent Vice, 2014), un film de detectives que iba más allá de investigaciones y cuestiones policiales; iba pasado de rosca en su atractivo y divertido retrato de la época y de su personaje principal, de quien asumía el colocón sin insistir ni presumir de ir puestísimo, cuya perpetua alucinación funcionaba (para mí) a las mil maravillas. Paul Thomas Anderson supo dar un toque humorístico y gamberro, sin perder clase ni estilo, a su paseo cinematográfico por una soleada california setentera en la que el ritmo de la película caminaba a la par que su protagonista. No diré que dando eses y bandazos entre paredes, porque el detective no estaba borracho, sino perpetuamente fumado, como si quisiera no sentir o no vivir en el mundo que le rodeaba, uno a todas luces cruel e injusto, tal como vendría a ser y hacemos ser el mundo que llamamos real. Mas al tratarse de una película, solo es el reflejo de la realidad, uno de ellos. Otro puede ser el expuesto en este nuevo transitar californiano, por la zona norte de California que Pynchon llama en su libro Vineland —y así lo titula—. El reflejo de la realidad regresa alucinado a la gran pantalla, lo hace combativo, pero también algo ido porque Bob (Leonardo DiCaprio) es un digno heredero de aquellos años sesenta y setenta filtrados por la cámara de Anderson, quien en Una batalla tras otra (One Battle After Another, 2025) vuelve a inspirarse en Pynchon para crear una nueva alucinación cinematográfica…


Su personaje principal está cargado hasta las cejas durante buena parte de la película, sobre todo en la que se centra en su odisea personal en busca de su hija Willa (Chase Infiniti), una adolescente de dieciséis años a quien los revolucionarios han logrado salvar a tiempo de las garras del coronel Steven J. Lockjaw (Sean Penn), su otro posible padre, quien en el pasado se obsesionó sexualmente con Perfidia (Teyana Taylor), la antiheroína que, para salvar su vida, acabó delatando a sus compañeros de batalla. La historia se inicia dieciséis años antes, cuando Bob es uno de los miembros más destacados del grupo revolucionario Setenta y cinco francés, un puñado de jóvenes belicosos que se dedican a atacar al sistema que considera fascista debido, sobre todo, al trato infrahumano al que someten a los inmigrantes ilegales (porque una ley así lo determina), a quienes encierran como si fuesen criminales o bestias y a quienes personas como el peculiar sensei Sergio San Carlos (Benicio del Toro) ayuda dando asilo. Pero todo se tuerce en ese tiempo pasado y en el presente que en la novela se ubica en la década de 1980, mientras que en la película sería ya en el siglo XXI; aunque tampoco importa, puesto que la ambientación, móviles aparte, podría situarse en el siglo pasado. Anderson suele ubicar sus marcos temporales en los años 70, y en este caso, aunque no lo haga, no desentona con las imágenes, aunque no alcance el tono de Boogie Nights (1997), Puro vicio, o Licorice Pizza (2021), películas que también asumen panoramas que forman parte de los personajes. Tanto la historia como la ambientación, de estas encajan con los “tipos raros” que se mueven por espacios distantes a lo que suele considerarse “normales”. Lo hacen con un tono irónico, casi ido. Aquí, tal vez funcione peor, pero igualmente nos adentra en espacios que desvelan ya no la hipocresía del sistema, sino parte de su podredumbre, la cual, en Una batalla tras otra se descubre en ese maltrato legal (porque una ley así lo permite) y en el club elitista y racista al que el coronel está deseando pertenecer, un club que exige pureza racial —es decir, ser blanco, anglosajón y protestante—, dentro de la cual se incluye el no tener ascendencia judía y el no haber mantenido relaciones sexuales interraciales…

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