Entrevista de Romain Maitra a Abbas Kiarostami, publicada en El correo de la UNESCO, número 51, febrero 1998, pp 48-50.*
<<¿Cómo empezó a hacer cine?
Abbas Kiarostami: Absolutamente por casualidad. Tengo una formación de grafista. Ahora bien, en artes gráficas hay una economía de medios que obliga a comunicar una idea de forma atrayente y precisa con un mínimo de recursos. Esa experiencia me enseñó a aceptar las limitaciones y a servirme de ello en mis películas. Por eso, cuando mi hijo quiso lanzarse a hacer cine, le aconsejé comenzar por las artes gráficas.
En realidad mis primeros filmes los realicé como grafista. Se trataba de películas publicitarias, en las que se dispone de treinta segundos a un minuto para transmitir un mensaje. Hay que conocer al destinatario del mensaje, su manera de reaccionar y de comportarse, y también las leyes del mercado. Cuando se tiene sólo un minuto, se lo valora realmente. Así fue como aprendí todo lo relativo a la técnica antes de empezar a hacer verdaderos filmes. Hoy día hago todo en mis películas: escribo el guión, desgloso las escenas, superviso la toma de sonido y la mezcla, elijo la música y dirijo el montaje.
¿Qué piensa usted de las posibilidades que ofrece el cine?
A. K.: A mi juicio el cine es la expresión más rica para un artista. Es el único arte capaz de describir absolutamente todo. Incluso el silencio o la oscuridad, por ejemplo, permiten obtener efectos extraordinarios. Al final de mi última película, El sabor de las cerezas, el héroe, Badii, baja a su foso y se tiende en él. La luna desaparece detrás de las nubes y durante casi un minuto la pantalla queda en una oscuridad total. Es un momento en que la vida, el cine y la luz son una sola cosa. Gracias a su poder mágico, el cine estimula, mejor que cualquier otro medio, la capacidad de maravillarse y de poner en tela de juicio las ideas que parecen más firmemente aceptadas.
¿Hay imágenes o ideas prohibidas para un cineasta iraní como usted?
A. K.: Las escenas de violencia que invaden las pantallas del mundo entero están prohibidas en Irán, así como toda referencia a la sexualidad. Incluso si hago un filme que va a ser proyectado fuera de Irán, no puedo hacer alusión alguna al sexo.
En Irán un hombre no tiene derecho a andar por la calle de la mano con su mujer. Si en una película una mujer se cae, sólo otra mujer podrá ayudarla a levantarse a causa del contacto físico que ello implica. El espectador no debe escandalizarse, entonces, si en una película iraní un hombre permanece impasible cuando una mujer tropieza o incluso cuando se está ahogando. Ello no significa que el destino de esa mujer le resulte indiferente y sin duda la ayudaría de buena gana, pero es un comportamiento que por principio le está vedado. Probablemente en la vida real haría pese a todo un gesto para salvarla, pero no en el cine. No es que seamos insensibles, sencillamente es una exigencia que se nos impone en la pantalla. Tampoco hay que sorprenderse si en una película iraní una mujer aparece incluso en la cama con chador en la cabeza. Es algo evidentemente absurdo en la vida real, pero en el cine las mujeres siempre tienen que llevar chador. Podemos mostrar gente fumando, pero la danza y el alcohol son temas tabú.
En los años ochenta, para poder filmar había que pasar cuatro exámenes consecutivos: aprobación de la sinopsis, del escenario, de los actores y del equipo técnico, antes de visionar el filme terminado. Desde entonces nada ha cambiado. La crítica social y política no está ausente de nuestro cine, pero generalmente los cineastas procuran no indisponerse con las autoridades religiosas. Paradójicamente, son en parte esas limitaciones las que han dado notoriedad internacional al cine iraní, en la medida en que ello nos ha obligado a practicar el arte de la elipsis y de la metáfora. Ahora bien, la presión se ha relajado un poco con el nuevo gobierno y cabe esperar que los cineastas iraníes gocen en el futuro de mayor libertad.
¿Qué resonancia tiene el cine iraní en el exterior?
A. K.: Creo que disfrutamos de una situación muy favorable: muchos países de la región podrían envidiarnos la difusión que han alcanzado algunas de nuestras películas, además de la acogida que les brinda la crítica internacional. Recientemente cuatro iraníes hemos sido premiados en festivales internacionales: Palma de Oro del Festival de Cannes a mi último filme, El sabor de las cerezas; Leopardo de Oro del Festival de Locarno a El espejo de Jaffar Panahi; cinco premios, entre ellos el de la puesta en escena, en el Festival de Montreal, a Los hijos del cielo, de Majid Majidi, y últimamente se concedió el Premio de la Primera Obra en el Festival de Tokio a Parwiz Shahabazi por Viajero del sur. Es algo nuevo para nosotros.
Hay que comparar esto con lo que sucede en China. Hace tres años cabía esperar un despegue similar para el cine chino. Pero numerosas películas se rodaban en Estados Unidos y muchos realizadores chinos dependían de productores norteamericanos. Resultado, el cine chino se americanizó y ha perdido su sabor original. El dinero norteamericano ha cambiado el rostro del cine chino. A la inversa, en Irán carecemos probablemente de recursos técnicos suficientes y del presupuesto necesario para montar grandes producciones, y no tenemos acceso a las grandes redes de distribución, pero poseemos a nuestro favor algo incomparable: ideas. El hecho de que las películas norteamericanas no se distribuyan en Irán es incluso una bendición para nuestra industria cinematográfica que así está a salvo de una competencia temible. Quiero añadir que el éxito comercial de algunas de nuestras mejores películas ha hecho que los bancos nos ofrecieran créditos a largo plazo, lo que permite a los cineastas filmar con cierta libertad.
El héroe de su último filme, El sabor de las cerezas, decide suicidarse. ¿Por qué eligió ese tema?
A. K.: En primer lugar, las estadísticas demuestran que los suicidios que se concretan son muy raros, lo que significa que el ansia de vivir suele ser más poderosa que el deseo de morir. En segundo lugar, todas las religiones condenan firmemente el suicidio. Ahora bien, todo aquello que se prohibe suscita un interrogante y merece un análisis detenido. Habría que tener el derecho de preguntarse libremente: "¿Debo seguir viviendo, o no?"
Solemos olvidar que la vida es una opción, no una fatalidad. Ver la vida como una sucesión de obstáculos también es una elección. Me dan ganas de decir a la gente: si deciden vivir, al menos háganlo de verdad. Son muchos los que se quedan cerca de la salida, incapaces de decidir si la vida vale la pena de ser vivida. Esa gente vive a la sombra de la muerte.
No juzgamos el suicidio: es probablemente un acto de violencia, pero en mi película va acompañado de una reflexión crítica. A través de su acto mi héroe desea entrar en contacto con los demás, pues muy bien habría podido acabar solo en su cama ingiriendo somníferos. Lo que cuenta en todo caso es que la vida sigue su curso, el ciclo eterno de la naturaleza que cambia de piel y se renueva. Eso me parece más importante que saber si un personaje está muerto o vivo al final de la película.
En el fondo El sabor de las cerezas habla más de la vida y de la muerte que del suicidio, lo que no es algo nuevo para mí. Tres de mis filmes, ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987), Y la vida continúa (1992) y A través de los olivos (1994) aparecen como una trilogía porque fueron rodados en el mismo lugar. Pero, si se reemplaza ¿Dónde está la casa de mi amigo? por El sabor de las cerezas, sigue habiendo una trilogía, cuyo tema sería la lucha por la vida con la certeza de la muerte, lo que equivale a amar y a asumir la vida sabiendo que puede finalizar en cualquier momento. Como solía afirmar el filósofo y escritor francés de origen rumano E. M. Cioran: "Si no existiera la posibilidad de suicidarse, hace tiempo que me hubiera matado."
¿Abordar ese tema le ocasionó problemas?
A. K.: Es verdad que en Irán el suicidio está condenado por la ley coránica, como lo está también en otros países por la Iglesia Católica. Pero hay mucha gente en el mundo que no tiene fe religiosa, y, por lo demás, las religiones y sus portavoces no siempre han sido respetuosos de la vida ajena. En Irán la tradición religiosa se divide en dos corrientes: la primera, resueltamente volcada hacia el pasado, que no se plantea pregunta alguna, y la segunda, más evolucionada, que es capaz de reflexión.
En su obra los temas se desplazan y se superponen imperceptiblemente de una película a otra...
A. K.: En efecto, y ello es cierto sobre todo en mi última trilogía, pues los filmes encajan unos en otros como muñecas rusas. Nunca cuento una historia con principio y fin. Siempre hay una nueva intriga que surge en un momento determinado. Y todas esas historias se entrecruzan de modo tal que resulta difícil considerarlas aisladamente: constituyen una sola historia. Me gustaría añadir que a mi juicio es importante hacer películas "inacabadas" para que el espectador pueda completarlas recurriendo a su imaginación.
La naturaleza está omnipresente en sus filmes.
A. K.: Sí, porque si bien estamos separados de la naturaleza, a la vez formamos parte de ella. La industrialización y el progreso no nos ayudan a resolver nuestros problemas. Para encontrarnos a nosotros mismos tenemos que volvernos hacia la naturaleza.
En mi último filme quise mostrar el poder de la industrialización y la reacción de la gente ante él. La actividad humana y la urbanización creciente están transformando y destruyendo la naturaleza. El viejo embalsamador del museo dice a mi héroe: "Usted está desesperado, pero, ¿ha contemplado alguna vez la luna? ¿No siente ganas de mirar las estrellas? ¿Y las noches de luna llena? ¿No le gustaría escuchar el murmullo de la lluvia o el canto del ruiseñor? ¿Quiere cerrar los ojos? Pero, amigo mío, ¡hay que mirar todas esas cosas! Los que están en el más allá tienen un solo anhelo: venir aquí para ver todo eso, ¿y usted tiene prisa de ir a reunirse con ellos?"
¿Qué piensa de la violencia en la pantalla?
A. K.: La violencia es inherente al ser humano, como la bondad, y puesto que existe supongo que hay que mostrarla. Pero no es la verdadera violencia la que el cine nos presenta, sino una violencia artificial. En la vida real la violencia es a menudo gris, fría, mientras que en el cine es convulsiva y está teñida de hemoglobina. Nos han servido tantas veces los efectos de esa violencia artificial que esos viejos trucos ya no funcionan. Sin embargo, los profesionales de la violencia siguen obteniendo beneficios con la explotación cada vez más desenfrenada de nuestros demonios individuales y colectivos. Desde hace veinte años el cine comercial es incapaz de mostrar el verdadero rostro de la violencia.
No siempre fue así. En Los sobornados (1953), por ejemplo, Fritz Lang creaba una tensión extraordinaria al mostrar una violencia totalmente interior. Y en Classe tous risques (1960) Claude Sautet ha sabido explorar la dimensión psicológica de la violencia con gran eficacia. Pero hoy día se trata de explotar la violencia por la violencia. La paradoja es que aunque a nadie le gusta la violencia, esos filmes tienen éxito.
¿Qué efecto produce recibir el mismo año la Palma de Oro del Festival de Cannes y la Medalla de Oro Federico Fellini de la Unesco? ¿Puede ayudarlo en el plano profesional?
A. K.: Sí, evidentemente. Me siento orgulloso y feliz de que esos premios recompensen el tipo de películas que hago. Tiene importancia porque incita a otros cineastas a seguir realizando películas "diferentes", personales. Un filme premiado despierta la curiosidad de los espectadores y amplía así su público. El buen cine no puede vivir sin un público.
¿Cuáles son sus cineastas favoritos?
A. K.: Me gusta el cine capaz de explorar los sueños sin dejar de estar arraigado en la realidad. Admiro a muchos realizadores, pero si tuviera que mencionar sólo uno sería un japonés: Yasujiro Ozu.
¿Cómo puede defenderse hoy día la causa del cine comercial?
A. K.: El cine comercial produce filmes en serie
para responder a la demanda del mercado. Pero es un círculo vicioso pues la gente no puede aceptar cualquier cosa. La distancia entre lo que se nos muestra en la pantalla y la vida cotidiana es tan grande que los espectadores no logran identificarse con ese tipo de películas.
Lo único que se puede hacer es esperar que ese proceso siga su lógica de autodestrucción. Por mi parte confío en que un nuevo tipo de cine surgirá y que la moneda auténtica terminará por reemplazar a la falsa. Para ello es indispensable que los críticos apoyen ese nuevo cine.>>
*En la web de la UNESCO se puede leer y descargar la revista. Para acceder directamente, pulsar sobre el siguiente enlace:
El Correo de la UNESCO: una ventana abierta sobre el mundo, 51, 2, p. 48-50, port.
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