El uso del plano secuencia es tan antiguo como el cine; de hecho, la primera proyección pública, La salida de los obreros de la fábrica (La sortie de l’usine Lumière à Lyon, Louis Lumière, 1895), lo es en su totalidad. Apenas es un minuto de duración —para ser exactos, son cuarenta y seis segundos de proyección—, pero suficientes para presentar al recién nacido. Era la primera infancia y apenas se gateaba, pero, andado el tiempo, el plano secuencia cobró brillantez en manos de directores como Orson Welles en Sed de mal (Touch ir Evil, 1958), también en Marco Ferreri y Luis García Berlanga, que le dieron sentido narrativo y lo introdujeron en sus historias sin presumirlo, solo como parte del espacio por donde se mueven sus personajes; lo contrario a lo que hace el insistente Alejandro González Iñárritu en Birdman (2014), en la que parece que sus personajes han de moverse, sí o sí, y si no, también, en el plano secuencia, para así posibilitarlo y crear lo que se supone una estética. Pero dejando esto y aceptando que el cine se inició oficialmente con un plano secuencia estático de los hermanos Lumière, cuando apenas existía lo que dio en llamarse lenguaje cinematográfico, los inventores señalaban una vía, una de tantas posibilidades que posteriormente han sido introducidas y recorridas. Entonces, eran unos segundos de movimiento de personas en la pantalla. Con los años, la duración de la acción cinematográfica, sin cortes en el montaje, aumentó; como corrobora Alfred Hitchcock en La soga (The Rope, 1948), que tenía en mente la idea de hacer una película sin cortes, pero no contaba con los medios técnicos necesarios para llevarla a cabo sin interrupción. También famosos son los planos secuencia de Welles, Ferreri, Berlanga o Robert Altman en la apertura de El juego de Hollywood (The Player, 1992), pero no es hasta 2002, ya en la “era digital”, cuando Aleksandr Sokurov da un paso adelante, quizá se podría decir que dio un “salto mortal” cinematográficamente hablando, y filma una película de algo más de hora y media de duración en un solo plano secuencia. Visto en la pantalla parece sencillo dirigir a casi doscientos personajes que aparecen y desaparecen en el momento indicado, sin fallos visibles en la sincronización. Todo ha de ser exacto: cámara, iluminación, espacio, dentro y fuera de campo, los movimientos del reparto… Preparar esto conlleva un trabajo previo exhaustivo, monumental, que exige la total armonía entre cada miembro del equipo y el espacio-tiempo en el que se produce la filmación. El resultado, colosal, fue posible gracias a la milimétrica dirección de Sokurov, a los ensayos y a las nuevas tecnologías, puesto que con las cámaras de antes no se podría haber llevado a cabo. El arca rusa (Russkiy Kovcheg, 2002) se desarrolla en el interior del Hermitage, el palacio de verano de los zares, hoy el famoso museo de San Petersburgo, la ciudad que Pedro I ordenó construir para mayor gloria de los zares y, por tanto, de sí mismo. Durante varios siglos fue la capital europea del Imperio de los Romanov y por el palacio pasaron príncipes y princesas, el lujo, la fugacidad de la vida y la fuga de la realidad que recorren los pasillos y salas del palacio.
<<¿Es todo esto una representación teatral?>>, se pregunta el viajero de El arca rusa, que al tiempo también es cámara, investigador, espectador y Sokurov. Decía Manoel de Oliveira que <<si afirmo que el cine no existe, lo hago de la misma manera que podría afirmar que la vida no existe. Porque la vida se nos escapa a cada instante, y por tanto lo que nos queda de ella es el teatro>>. (1) El Arca rusa es teatro filmado, una representación continua del momento que se escapa a cada instante que da paso al siguiente, y un ejercicio artístico y cinematográfico experimental en un plano secuencia en el que la cámara-observador accede al escenario donde despierta desorientado, desubicado. Por los trajes y vestidos de las personas a quienes sigue al interior del edificio, decide ubicarse en el siglo XIX (más adelante, descubre que podría ser finales del XX, inicios del XXI o todos ellos), sin saber todavía en qué país y en qué ciudad se encuentra. Ni el cine ni el teatro son como la vida, pues esta no permitiría viajar a un pasado inexistente e idealizado donde un viajero en el tiempo se despierta sabiendo ruso cuando antes lo ignoraba y se descubre a las puertas del palacio donde entra. Pero, de algún modo todos somos como esa voz de cuerpo invisible: viajeros en el tiempo obligados a ir siempre hacia un futuro, sin dejar de regresar al pasado que recordamos en un presente que enlaza ayer y mañana escapando de su ahora para establecer nuevos puentes temporales, igual de efímeros que los ya vividos y los que llegarán e irán formando parte del recuerdo. Hasta la aparición de la pintura, la memoria era el único rincón humano donde se atrapaba la ilusión del tiempo. Más adelante, con la invención de la fotografía y de la imagen cinematográfica nuevas ilusiones parecían poder asir y contener el tiempo. Por lo general, cuando se habla de arca se hace referencia a una caja cerrada de base rectangular donde se guardan cosas para protegerlas del deterioro temporal. También puede ser un ataúd o una embarcación como la mítica construida por Noe. En los tres casos, se trata de un espacio delimitado que contiene algo que se quiere ocultar o preservar de los agentes exteriores que puedan afectarle y precipitar su deterioro, su descomposición. Pero el arca también se convierte en prisión del pasado en el presente que parece inamovible pero existe cambiante. El tiempo vive en constante evolución y cambio y Sokurov es consciente y toma el sustantivo el título de su película para atrapar en sus imágenes Historia, Arte, dos siglos que se tocan en un mismo instante. No hay trama ni drama, hay una mirada curiosa que interroga y sigue a un guía aristocrático que recorre espacios palaciegos que el film, también convirtiéndose en arca, contiene y preserva fuera de tiempo y de la realidad que asumimos por la información que nos ofrecen los sentidos. En las galerías, salones y pasillos del palacio-museo, el arte se expresa una amplia gama de sus formas: música, arquitectura, escultura, pintura, teatro,… El Arte desorienta en su naturaleza, entre la realidad, el misterio, las emociones y el sueño que encierra. Su explicación no puede ser exclusivamente racional, ya que lo artístico, lo (a)temporal y lo humano necesitan lo emocional, lo inexplicable, ajenos a técnicas y teóricas. El arte suma lo que podemos explicar de sus obras y lo que no logramos expresar con palabras. Igual sucede con el tiempo, no podemos atraparlo ni detallar con exactitud porqué fluye y porqué lo sentimos desaparecer en su permanencia. Se transmite en una realidad que no solo es física, ni única, depende de la sensibilidad de quien lo vive y quien lo descubre y acepta en constante fuga y, como parece señalar Oliveira, solo nos queda representarlo.
(1) Manoel de Oliveira, citado por Víctor Erice en Manoel de Oliveira. Xunta de Galicia/Concello de Santiago de Compostela/USC, Santiago, 2004.
Una obra maestra sin puntos ni comas, arte para siempre.
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