La historia que hay detrás de unos segundos visibles, ya sea en la pantalla o a nuestros ojos en la cotidianidad, pueden ser días, semanas, meses,… de preparación y trabajo en la sombra que nunca saldrán a la luz. Para el cine, popularmente hablando, la luminosidad se hizo el día 22 de marzo de 1895 —el 28 de diciembre se realizaría un proyección comercial en el salón Indio del Grand Café, en París—, cuando se proyectaron los 46 segundos de La salida de obreros de la fábrica Lumière (La sortie de l’usine Lumière à Lyon, Louis Lumière, 1895) y los presentes descubrieron el cinematógrafo inventado por los Lumière. En 1891, la empresa de Edison había creado el kinetoscopio; y en 1888, el inventor francés Louis Le Prince se adelantaba a estos pioneros y filmaba la que, en la actualidad, se considera la primera película de la historia, La escena del jardín de Roundhay (Roundhay Garden, 1888), pero fue aquel instante fabril rodado por Louis Lumière el 19 de marzo el que puede considerarse el origen del cine. Parecía salir de la espontaneidad de lo cotidiano, del día a día de los hombres y de las mujeres de la fábrica de productos fotográficos propiedad de la familia Lumière; mas no era algo que surgiese del momento, sino de la idea de mostrar el momento elegido.
Se trataba de probar el tomavistas, patentado apenas un mes antes por los hermanos Auguste y Louis, tomando esa imagen en movimiento que permite ver a casi un centenar de personas, mayoritariamente mujeres, apareciendo en el encuadre único y moviéndose con naturalidad hasta que abandonan la escena, dejando tras de sí su lugar de trabajo. Esto que parece tan sencillo, no lo fue. Primero tuvo que surgir la idea y decidir qué querían mostrar, reducir los imprevistos, fruto de la casualidad y del accidente, la mejor hora de luz y el mejor lugar donde colocar el aparato… Y mucho antes hubo que trabajar otra idea anterior, la que permitió desarrollar el invento y construir el cinematógrafo —al tiempo cámara, proyector e impresor—, el aparato que daría nombre al medio de expresión que en el siglo siguiente se había extendido por todo el mundo. Pero una vez establecido qué iban a documentar, había que preparar la escena. Es decir, que todo encajase para que el conjunto —espacio, luz y personas— pudiese ser filmado y exhibido aquella jornada en la que se dice nació el cine. Los hermanos Auguste y Louis se las vieron con sus actores y actrices improvisadas. Con esto no quiero decir que se produjese una batalla campal, sino que tuvieron que darles indicaciones para realizar lo que les era cotidiano. Les pedían que caminasen de forma natural, pero inusual, pues existía un aparato tomavistas que les exigía un movimiento al compás de la velocidad del invento (16 imágenes por segundo). De modo que el primer intento no salió y los directores pidieron a su reparto no profesional e improvisado que repitiesen los pasos, pero al ritmo que permitiese que, en la proyección, sus pasos se viesen reales, como si fuese la realidad misma, aunque esa realidad no dejase de ser un intente preparado, la recreación de un momento extraído de la propia vida. Al año siguiente, se filmarían nuevas versiones de ese primer instante cinematográfico, pero ya no lo era, aunque lo pareciese y ahí se encuentra una de las señas de identidad del cine: su capacidad de engaño…
No hay comentarios:
Publicar un comentario