En dos libros de segunda mano que adquirí recientemente, encontré un par de “huellas”, ajenas al contenido de los textos, que despertaron mi curiosidad. En uno de los libros había una dedicatoria escrita del puño y letra del autor, tal vez sería mejor precisar que recopilador y redactor de las memorias de otra persona, pues transcribía los recuerdos de vida que le contaba una mujer; y en el otro, entre sus paginas ya ajadas por las cuatro décadas de distancia que me separan del año de su edición, encontré una invitación (en hoja de imprenta) al acto de entrega del premio periodístico “Purificación de Cora”, convocado por el diario El Progreso, de Lugo, en 1983, con motivo del setenta y cinco aniversario del periódico. El nombre de Purificación de Cora, que fue el fundador de El Progreso allá por el verano de 1908, me sonaba de encuentros anteriores, pero el que aparecía por partida doble, no. Así que sentí curiosidad, tal vez porque en la dedicatoria escrita aparecía, entre otros atributos del destinatario, “estimado compañero, gran escritor”. ¿Quién era? Gracias a la cantidad de información a la que hoy se puede tener acceso instantáneo, pronto lo supe. Pero ahora no voy a hablar de eso ni de él, sino a comentar como aquellas huellas del pasado, que me llegaron por una de esas casualidades de las que están llenas nuestras existencias, me hicieron pensar que los libros no solo encierran parte de vida de sus autores, sino de sus lectores; y si el volumen pasa de mano en mano, las vidas y pensamientos que quedan en él aumentan y se relacionan sin saberlo.
Los que van antes permanecen invisibles a los posteriores, a quienes los pretéritos nunca llegaron a pensar. Pero, aunque la desconozcan, ya hay una realidad futura, presente y anterior que les une: la lectura del mismo libro y el acceso al mismo espacio narrativo que harán diferente, según su interpretación. La afirmación de invisibilidad podría aplicarse también en la historia y en la vida, pues otros dos aspectos que me llamaron la atención, aunque no me resultaban novedosos, puesto que ya me rondaban desde tiempo atrás, fueron el gran tamaño de mi ignorancia y la creciente idea del olvido en el que caemos los vivos cuando muertos —en vida también, pero este es otro tema—. Incluso quienes en su momento hacen algo que los saca del anonimato, de lo corriente y de lo cotidiano, del tránsito de altibajos que de alguna manera nos iguala, caen en el no somos nadie, cuando ya nadie los recuerda. ¿Cuántos humanos se recuerdan? ¿Un 0, 0000001 por ciento de los nacidos? ¿Ignoramos el 99, 999999 restante? Ignoro el porcentaje, pero seguro que se aproxima a la totalidad. Es natural y humano. Es nuestro olvido, del que se salva ese mínimo que se recuerda y quienes, sin haber existido, son leyenda. A veces, los personajes históricos, ilustres o mitológicos puede parecer numerosos, debido a los nombres que se recopilan en las enciclopedias y en los cuentos, los que la historia realza o los que señalan las calles de las ciudades y pueblos… Pero estos con nombre son los menos; y los más son nadie, pues sirvan estas líneas como recuerdo a esos miles y miles de millones de quienes nunca supimos y ya nunca sabremos…
Qué perdura de nuestras miserables vidas efímeras?
ResponderEliminarAhondas en la desesperación de la finitud y el olvido
ResponderEliminarDios, cómo te haces la pregunta clave
ResponderEliminarEl grito de Unamuno
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