jueves, 30 de marzo de 2023

Nudo corredizo (1957)


No podría precisar cuándo se produjo el momento cinematográfico en el que la figura del borracho pasó de comparsa, mayormente cómica, al alcohólico protagonista de dramas cotidianos e infernales. Lo que sí puedo decir es que hay un nutrido grupo de películas que abordan el alcoholismo de modo magistral. Una de ellas, el primer largometraje de Wojciech Jerzy Has, Nudo corredizo (Petla, 1957), se desarrolla en siete horas de angustia, al menos así las siente su protagonista, Kuba Kowalski (Gustaw Holoubek), que vive dicho intervalo intentando escapar del abismo que amenaza engullirlo y destruirlo. La primera imagen que tenemos suya es en su estudio, donde la sensación de encierro es evidente; aunque más que claustrofóbica, se trata de una enfermiza, acorde con la intimidad e interioridad del yo subjetivo que sufre la angustia que le genera el querer y no poder. Entre esas cuatro paredes se desarrollan los primeros y últimos compases de un film que no sentó demasiado bien en su momento, debido a la crudeza de su discurso, que no solo trata el alcoholismo como tema, sino que también muestra un entorno de atmósfera pesada, opresiva y asfixiante que vendría a ser un reflejo de la situación polaca de entonces. Respecto a esto, Kuba habla de que ha soñado vivir en un país duro que le empuja hacia el vacío, pero es como si toda la película fuera una pesadilla.


En la realidad fílmica se observa dicha dureza: en la desesperanza dominante, en el alcoholismo de la mayoría de los personajes —la bebida como fuga de cotidianidad que, por mucho que hagan, será plomiza y condenatoria—, en la sensación de encierro incluso en las calles. Pero volviendo al encierro individual de Kuba, la cámara y el cuerpo del protagonista denotan su intranquilidad y su malestar: primeros planos, encuadres ligeramente inclinados, la llegada de Krystyna (Aleksandra Slaska), sin que todavía sepamos a qué se debe el estado febril del personaje masculino, la imagen de ambos reflejada en el espejo, advirtiendo que su encuentro no puede materializarse, un “te amo” expresado para dar aliento, la salida de la chica en busca del medicamento en el que Kuba deposita sus esperanzas, pues en ese momento todavía le quedan algunas, el teléfono que suena y se agiganta en un primerísimo primer plano, el sudor en el rostro de quien se queda a solas y el temblor de sus manos al recoger los cristales rotos. Se comprende que se trata de un hombre deshecho y acorralado, a un paso del vacío y enfrentado a la amenaza de un trago que no quiere dar, pero que quizá desee. Este es el panorama que inicia Nudo corredizo, marcado por el estado febril y por la angustia de un hombre que mira por la ventana y ve la relojería de enfrente y el reloj gigante que la anuncia; tamaño desproporcionado que simboliza que el tiempo es diferente para él. Tiene que aguantar esas horas hasta que vuelva a reunirse con Krystyna, quien debe conseguirle las pastillas que asume milagrosas, pues Kuba necesita creer en un milagro para dar el paso y romper su círculo vicioso, olvidar el pasado y empezar una nueva vida lejos del alcohol.


Aunque se trate de un primer largometraje, Wojciech J. Has no era ningún debutante cuando realizó Nudo corredizo; llevaba una década realizando cortometrajes documentales y films didácticos. Pero aquí el realismo y el documentalismo dejan su lugar al subjetivo. La cámara sigue a Kuba, como si lo tuviera atrapado. Has minimiza el uso del plano general —y cuando lo usa, lo emplea en calles vacías y desoladas que hacen más pequeño y vulnerable al caminante protagonista—, prefiere las distancias cortas que atrapan a los personajes en el alcoholismo y en los diferentes escenarios que Kuba transita hacia el abismo o ninguna parte. El mérito de Has, en este aspecto, reside en su capacidad visual para crear un espacio cinematográfico temporal, subjetivo, opresivo, alejado del documentalismo y del didactismo que había practicado hasta entonces y totalmente distanciado del realismo socialista al que estaba acostumbrado (y obligado) el cine polaco. Ya sea en los lugares cerrados como en la calle, cada paso dado por el protagonista, y cada encuentro que se produce desde que abandona su apartamento, es el yo frente al entorno y los otros (que también parecen atrapados), es el enfrentarse al peligro, al que también lleva dentro y al que asoma fuera. Haga lo que haga, Kuba siente un nudo corredizo en la garganta, que aprieta más y más, y que ya le asfixia cuando entra en el segundo bar, donde se ahoga en vodka. El bucle alcohólico se repite sin que pueda ponerle fin, pero todavía confía; posiblemente por el amor de Krystyna, pero necesita encontrar la condición precisa que le permita romper su eterno retorno al alcohol, sin embargo, las experiencias de sus horas de espera por la ciudad: el bar donde habitualmente bebe, pero ese día, no; el accidente callejero del que es testigo; la calle donde se pelea con dos obreros que le salen al paso y le buscan; la comisaría adonde les conducen y donde encierran a un anciano que ahoga su pesar en la bebida; el segundo bar, en el que ya se entrega al alcohol; su encuentro con un desconocido y un igual que dice llamarse Wladek (Tadeusz Fijewski), bebedor desesperanzado con quien Kuba primero intima y a quien después golpea porque sus palabras merman sus últimas esperanzas; la paliza que recibe en el callejón, la llamada telefónica… van borrando su “ilusión”.



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