Ese mismo año rodaba Barrios Bajos (1937), la que quizá sea su mejor película. También producida por el Sindicato de la Industria del Espectáculo (SIE), el film adaptaba la obra de Lluís Elias y se ambienta en un espacio —en su mayoría decorados que recuerdan a los de La última, de hecho, parte son los mismos—, tal como su título indica, donde la delincuencia y los delincuentes forman parte de la cotidianidad también frecuentada por prostitutas, borrachos, drogadictos, matones y gentes de condición sencilla como “el Valencia” (José Telmo), un obrero del puerto que vive en la taberna del Paco, uno de los escenarios recurrentes del film. Barrio bajos se inicia con un disparo en la noche y con un hombre huyendo del lugar del crimen. Es Ricardo (Rafael Navarro), un abogado que ha matado y que busca ocultarse donde “el Valencia”, a quien años atrás salvó del presidio. Ambos son los personajes masculinos positivos de esta historia que encuentra en Rosa (Rosita de Cabo) a la víctima del ambiente —del cual “el Valencia”, figura paterna, intenta salvarla— y del Floreal (José Baviera), un hampón que se dedica al tráfico de drogas y a la trata de blancas. La primera mitad de Barrios bajos resulta más atractiva que la segunda, que se acomoda y se desarrolla por espacios narrativos más típicos que la previa, en la que Puche presta mayor atención al ambiente y a la atmósfera, entre el realismo pesimista francés y el cine de gánsteres estadounidense, que dota de negrura y expone directo, como apuntan la secuencia donde un hombre esnifa cocaína o la violencia empleada por el Floreal con Mae (Pilar Torres), la rubia platino cuyo estilo, más que a Mae West, recuerda a Jean Harlow.
martes, 8 de marzo de 2022
Barrios bajos (1937)
El yeclano Pedro Puche se instaló en Barcelona en 1932 y en dicha localidad tomó contacto con el cine colaborando en los guiones de Pasa el amor (Adolf Trotz, 1933) e Incertidumbre (Juan Paralleda e Isidro Socía, 1935). Al estallar la guerra, la organización anarcosindicalista CNT asumió el control de la producción cinematográfica de la Ciudad Condal y le encargó varios films de finalidad didáctica y propagandística; uno de ellos fue La última (1937), comedia entre el absurdo y la parodia que pretendía advertir sobre los peligros del alcohol, pero cuya intención se pierde al dominar un humor que encuentra sus bazas en los juegos de palabras, en las réplicas o en situaciones esperpénticas como el transitar callejero de los dos borrachos y el bebé de uno de ellos. Durante dicho paseo el padre le explica a su compañero que lleva a su hijo al bar porque es la mejor escuela o deja a la criatura en brazos de un desconocido, con el que se cruzan camino al bar, y entona una canción mientras su compañía bate palmas. La primera secuencia de este cortometraje ya indica el tono escogido por Puche, al mostrarnos el diálogo y el absurdo entre la madre de la criatura y una amiga que no deja de menospreciar al marido borracho y ausente. Lo curioso del asunto no es que no se tome en serio la supuesta advertencia sobre el alcoholismo, tampoco que la comicidad le reste importancia, sino el temblor e inestabilidad de la cámara, como si esta fuera un compañero de copas y testigo de la ebriedad de la pareja que toma la última ante la atenta mirada de los niños que se reúnen en la puerta del local donde los borrachos continúan a lo suyo: beber y hablar sin sentido, aunque entre ellos se entiendan.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario