miércoles, 14 de mayo de 2014

Vorágine (1949)


A pesar de que no suele citarse entre las mejores películas de Otto Preminger, ni se encontraba entre sus preferidas, no se puede negar el atractivo de este drama psicológico que profundiza en los miedos de una mujer cuya relación marital provoca el resurgir de un desequilibrio enterrado, aunque nunca superado. Pero, sobre todo, Vorágine (Whirlpool, 1949) resulta un film en el que la verdad y la mentira cobran parte del protagonismo de la acción, al poner en entredicho la supuesta confianza que domina la relación de pareja, ya que ella silencia sus decepciones u oculta el trauma generado años atrás y que se exterioriza al inicio de la película. Al igual que en La huella de un recuerdo o Marnie, la ladrona, en Vorágine se descubre a la protagonista femenina como la víctima de un trauma infantil que en el presente la obliga a robar, pero a diferencia de aquellas otras cleptómanas que habitan en los films de John BrahmAlfred Hitchcock, el desequilibrio que padece Ann Sutton (Gene Tierney) es empleado por un embaucador que vive del engaño y de la manipulación para satisfacer sus gustos, aficiones o sus intenciones delictivas, como la que idea en el instante en el que observa la cleptomanía que padece Ann, a quien primero asusta y luego ofrece su ayuda. David Korvo (José Ferrer) asegura poder ayudarla gracias a sus técnicas de hipnotismo en sesiones que ella acaba aceptando, porque no encuentra otra solución para recuperar su equilibrio emocional sin que se entere su marido, a quien teme confesar el mal que la aqueja a pesar de que él es un prestigioso psiquiatra. El miedo de Ann a compartir su tortuosa realidad provoca que William Sutton (Richard Conte) desconozca parte de la personalidad de la mujer con quien cree mantener una relación matrimonial satisfactoria, pero entre ellos existe un distanciamiento no deseado, aunque sí real, que nace de la inconsciente falta de comunicación entre ambos. De ese modo, la joven asume que debe curarse para que sus problemas no salpiquen a su marido, ni enturbien su matrimonio, por lo que cae en la trampa de Korvo, que la utiliza para apoderarse de las grabaciones de las sesiones que Theresa Randolph (Barbara O'Neill) mantuvo con el doctor Sutton, porque en ellas se escucha la amenaza de muerte de la que la paciente fue víctima. Con los vinilos en su poder y bajo los efectos de la hipnosis practicada por Korvo, Ann accede a la casa de Theresa Randolph, que yace muerta en su sofá, para ser sorprendida de tal manera que todas las pruebas la incriminen, más aún cuando se descubre que su pañuelo fue el arma empleada en el estrangulamiento del que es la única sospechosa, ya que la policía se aferra a los celos como móvil del homicidio, lo que provoca que Sutton inicialmente crea que Ann lo ha estado engañado con ese hombre a quien parece proteger. Sin embargo, la falsa culpable no puede recordar los hechos, sometida al hipnotismo y a su imperante necesidad de ocultar frustraciones y necesidades, circunstancia de la que se aprovecha un amoral que construye la coartada perfecta al descubrirse en un hospital donde ha sido sometido a una intervención quirúrgica, y de donde el teniente McElroy (Charles Bickford) asume que no pudo salir, desechando la descabellada hipótesis expuesta por Sutton una vez convencido de que en su mujer no existe más culpabilidad que la de no enfrentarse a cuestiones de las que él también es culpable.

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