Un comentario sobre Guardias y Ladrones (Guardie e ladri, 1951) adaptado a los tiempos de la alta velocidad y de las pocas palabras podría ser el que sigue: espléndida comedia, con los inolvidables Aldo Fabrizi y Totò, y la no menos inolvidable dirección de Mario Monicelli y Stefano Vanzina, más conocido por Steno, fundamentales en el desarrollo de la comedia italiana. Stop. Habrá quien, mejor adaptado a la época, con más prisa o con mayor capacidad de síntesis, incluso emplee dos o una palabra para definir el film, pero dudo que una sola palabra nos acercase a este espléndido, divertido, irónico y al tiempo tierno y amargo retrato del pícaro y del medio que habita y le obliga a sobrevivir al margen de la ley representada por un hombre igual de corriente, cuyo empleo de guardia le permite comida, cuatro paredes y un techo sin goteras bajo el cual vivir. Pero ¿y si pierde el empleo? Creo que una mejor opción que adaptarse a la velocidad actual, es adaptar la velocidad al ritmo de cada uno y, en mi caso, esto significa decelerar y tomarse unos minutos para hablar de la película de Monicelli y Steno (como juego de “polis y cacos”). Estos dos grandes del cine italiano desarrollaron parte de sus carreras cinematográficas formando equipo en títulos en los que la ironía y el humor prevalecen sobre los aspectos más sombríos, que los hay. Coincidieron por primera vez como guionistas en la película Águila negra (Aquila nera, Riccardo Freda, 1946), pero no sería hasta Totò busca piso (Totò cerca casa, 1949) cuando dirigen su primer film en común. Si bien en sus comedias prevalece el tono cómico y satírico, en títulos tan logrados como la recién nombrada, Vida de perros (Vita de cani, 1950) o Guardias y ladrones queda claro que no se esconden las penurias que afectan a sus protagonistas, capaces de hacer reír con sus ocurrencias pero también de provocar la reflexión sobre sus míseras realidades, gracias a los diálogos que mantienen entre ellos o a las numerosas situaciones cómicas e inverosímiles filmadas por la pareja de realizadores, que aprovechó el enfoque realista para desarrollar una perspectiva satírica que Monicelli asumiría y perfeccionaría en solitario en títulos fundamentales como La Gran Guerra (La Grande Guerra, 1959) o La armada Brancaleone (L’armata Brancaleone, 1966), ambas alejadas del espacio donde se descubre a Ferdinando (Totò) y familia, pero no de la miseria que convierte a sus personajes en pícaros.
Mal que bien, Ferdinando Esposito se gana la vida timando a los turistas que visitan la ciudad y cometiendo otros delitos menores, que tampoco lo alejan de ser un pobre diablo. Sin embargo, de haber sabido que la poli le acosaría hasta las mismísimas ruinas donde habita su familia, nunca habría engañado al estadounidense a quien tima cincuenta dólares por una moneda que nada vale, salvo el enfado y la promesa de su víctima:
—-¡Canalla! ¡Pagarás caro tu engaño!
—Tú a mí no me vuelves a ver el pelo —parece pensar el buen ladrón mientras escapaba del turista.
¡Qué equivocado está el infeliz! Como dueños del destino de su personaje, Monicelli y Steno provocan el reencuentro con ese viejo conocido, el señor Locuzzo (William Tubbs), quien exige al sargento Bonatti (Aldo Fabrizi) que lo detenga. Y así comienza un divertido (para nosotros) y cansado (para ellos) juego entre guardia y ladrón, un “corre, corre que te pillo” que se inicia cuando el delincuente escapa en taxi, al que siguen el americano y el sargento, que ha aceptado el reto de atraparlo. Tras la breve carrera motorizada, el juego continúa, pero ahora con un nuevo participante: el taxista, a quien el timador no ha pagado la carrera. Parece divertido, pero no lo es para los jugadores, que empiezan a notar el cansancio acumulado en sus piernas.
—¡Al ladrón! ¡Deténgalo! ¡Qué no escape! ¡Si escapa, hablaré con sus superiores! —exige y amenaza el señor Locuzzo.
Tras muchos ánimos de ese tipo y más movimiento de piernas, policía y ladrón necesitan descansar, si pretenden continuar con su diversión. Pero, para desgracia de Ferdinando, su oponente se adelanta y lo detiene.
—¿Qué el juego se ha acabado? ¿Qué he perdido y tengo que dar con mis huesos en la cárcel? ¡Ni hablar! ¡Bastante condena tengo con pasar hambre! —concluye el caco mientras urde una nueva estrategia para engañar al policía, que, para su sorpresa, descubre que el pájaro ha volado.
Este fin de juego desagrada al norteamericano, cuyo mal perder se evidencia en sus protestas, insistentes, y centra su ira en el pobre agente de la ley, a quien no le queda más remedio que escuchar amenazas a las que no concede mayor importancia. ¡Mal hecho, Bonatti! Acaso ¿no sabes la que te espera? Cuando regresa a la comisaría le comunican que sus treinta años de servicio se han ido por la borda. En ese momento su situación es desesperada, únicamente existe un medio para recuperar su trabajo y no ser juzgado. ¡Un nuevo juego! Aunque, ahora, prefieren el “escondite”. ¿Dónde puede estar ese granuja de mediopelo? ¿Dónde vive? ¿Cómo localizarle? Por fortuna para el sargento, los archivos policiales son completos, y en una de las fichas encuentra el rostro del tipejo que le ha metido en el embrollo del que debe salir sin que se entere su mujer. La esperanza provoca que Bonetti se sienta satisfecho, sabe que puede ganar, ya que ahora conoce el nombre y la dirección de su oponente. Sin embargo, su rival es callejero y no se encuentra en casa. Ninguno de los allí presentes puede decirle cuándo regresará, ya que sus negocios le obligan a ausentarse durante largas temporadas. En ese instante, Bonatti comprende un hecho irrefutable: Ferdinado Esposito tiene mujer e hijos. Y una idea ilumina su mente: solo debe aguardar a su regreso o, mejor todavía, ¿por qué no obligar a su propio hijo a jugar con el niño del ladrón, para saber cuándo este regresa? Pero lo cierto es que Ferdinando y Bonatti más que enemigos son similares, tipos comunes y sin suerte en un entorno depresivo y sombrío donde, aunque no haya niebla, comparten miseria al tiempo que viven su juego de “polis y cacos” y el principio de una gran amistad.
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